Llegué a Cienfuegos antes de
mediodía, conocí a la familia que me acogía, dejé mis cosas en una habitación
muy confortable y me fui al centro, a unas cuatro manzanas. Me sorprendieron
las casas, amplias y frescas, de techos altos y mecedoras cerca de las ventanas.
Caminé, comí, volví a caminar, cogí un cochecillo de caballos que me llevó
hasta el mar. Quise tomarme otro helado en Coppelia (¡ah, Coppelia, toda una
metáfora de Cuba!), saqué fotos, me senté en la entrada del Teatro Tomás Terry.
Cansada y sudorosa, regresé cerca del anochecer.
Al despertar sentí que no volveré
a hacerlo como en Cienfuegos. No habrá ningún amanecer igual a los que allí
gocé, con el sonido de los cascos sobre el asfalto y el rechinar de las ruedas
de los carros. Era una sensación única, de tiempos antiguos, que junto al rumor
de numerosos pájaros en unos árboles cercanos y la temperatura perfecta, hacían
que el despertar fuera de una placidez que recordaré siempre.
Solo estuve dos días en
Cienfuegos, pero volvería al mismo sitio y a la misma casa –de una limpieza
extrema y unos desayunos fabulosos- solo por despertarme con sonidos ya
perdidos:
-¡Al pan, al pan suaveeeeeeeee!
¡Suave, suave, pan suaveeeeee!
-¡Galletas, traigo galletas!
¡Galletas, galletaaaaaas!
Me alongo al balcón cuando pasa
una bicicleta: -¡Ajos, ajos frescos, tengo ajos!
Es domingo y la campana avisa una
celebración. El sol enrojece la torre y a un lado, el Ché y Camilo observan
desde la pared de un colegio. Pasa un camión como aquellos de los que robábamos
cañas de azúcar; traquetea con ternura y en la carrocería van dos chiquillos
que me saludan como si fuera vecina desde siempre.
El sol sube lentamente detrás de
la casa, por donde la estación del ferrocarril y los “Omnibus Nacionales”; un
enjambre de personas espera las mejores oportunidades para desplazarse: taxis
colectivos, guaguas, jeeps con chasis adaptados, camiones (“16 plazas sentadas,
35 en pie”), buses oficiales, trenes de poco uso y escasa puntualidad. Yo paseo
entre ellos, deleitándome con la vida que se levanta, saludo al dueño de la
casa saliendo de una panadería, tan amable y sonriente como si tuviera todo
resuelto hasta el fin de los días.
Vuelvo, me asomo al balcón: -¡Alcrepdelacrep,
delacrep delacrep! No le entiendo, pero me da igual porque me encanta.
Cienfuegos fue fundada en 1819
por colonos franceses, con un trazado que se considera el mejor de la isla, al
borde de una bahía. Su centro histórico está declarado Patrimonio de la
Humanidad y es abierto, neoclásico, con un simpático boulevard -tiendas, algún
hotel, restaurantes- que muere en la hermosa Plaza rodeada de edificios
coloniales, donde la gente chatea a la sombra de una ceiba, hambrienta de oír
voces lejanas, ver caras amigas, escribir mensajes de amor.
En Cienfuegos, los caballos
arrastran carritos con gente, “Transporte de pasaje”, dice en los laterales.
Uno me lleva al pequeño malecón, otro al paseo, otro de vuelta; en medio compro
una piña, la trocean, pruebo unos trozos y compro unas tarjetas de teléfono.
Cuando les doy la vuelta, están ya usadas, es lo que tiene ser turista mientras
otros sobreviven malamente. No me importa, estoy en Cienfuegos y las voces que
me despiertan me llevan lejos, tan lejos y tan rápido que voy a la infancia y
vuelvo de ella entre un grito y otro.
Texto y fotos, Virgi