Sale dejando la puerta bien cerrada.
Cruza la luz y las sombras,
pasa bajo el arco y se esfuma de la escena.
Ya no podrá regresar.
Texto y foto, Virginia
Érase que se era un pueblo encantado. Los niños jugaban a deslizarse por los tejados, cayendo sobre suelos algodonosos. Las mujeres pintaban puertas y ventanas con los colores del arco iris, y perros, gatos y pájaros de todas clases dormían juntos. En las calles brotaban jazmines, madreselvas, caléndulas, rododendros, sin que nadie las cuidara. Los ocasos eran dorados y los amaneceres, violetas con trazos rojos. Al mar cercano se le veía el fondo tan cristalinamente como si fuera el río Umngot.
Una mañana, los habitantes despertaron y no vieron nada de todo eso. Había sido producto de un sueño.
Mi sueño.
Texto y foto, Virginia
Como un águila en sus dominios, así se posa Marvao sobre el farallón. No vuela, ni caza, ni atisba una presa. No, ni falta que le hace. Allá arriba la villa nos ve recorrer los adarves y el castillo, las callecitas adoquinadas (blancas y negras, claro, es portuguesa), las plazas recoletas.
Una señora barre el portal y recoge nueces del pequeño jardín, un anciano con bastón cruza bajo el arco. Obreros inmigrantes trabajan en una esquina mientras algunos forasteros se embelesan con el pueblo.
Poco más, pero tanto.
Con restos romanos muy cerca, y, posteriormente, refugio de Ibn Marwan (fundador de la ciudad de Badajoz) a finales del s. IX, el lugar nos admira por su apacible pulcritud.
Tiempo después pasó al reino portugués, luego al español, para acabar definitivamente (en 1299) siendo parte de la nación lusa, gracias al rey Dinis I, insigne gobernante y sustentador manifiesto de la identidad portuguesa.
Recorremos el lugar, comemos bacalao, acariciamos un gato (nunca faltan los gatos) y dejamos el lugar con la satisfacción que seguramente tenga un águila controlando sus territorios inexpugnables, cerca del cielo puro y azul, tan agradecido de que exista un lugar como Marvao.