Volver a caminar entre pedruscos, viendo túmulos aquí y allá, unos más completos, otros como amontonamientos, muchos con sólo una pared. Volver a la Necrópolis de Arteara, un territorio abrupto y ferruginoso desgajado de la montaña hace miles de años, con una extensión de unos dos kilómetros cuadrados y que sirvió a los aborígenes de una amplia zona de Gran Canaria para enterrar a sus muertos, en cavidades secas y sencillamente edificadas. Más de 800 cistas, esparcidas desde la base del risco hasta el frondoso barranco de Arteara, sombreado de palmeras y numerosos árboles frutales.
Volver después de una decena de años para repetir el impacto de caminar por un cementerio singular, un espacio sagrado y conmovedor. Volver a contemplar el “Túmulo del Rey”, que ostenta la particularidad de una posición estratégica, de manera que los primeros rayos de sol que salen en el equinoccio de la primavera sobre el Macizo de Amurga iluminan esta tumba, mientras el resto permanece en penumbra unos minutos.
Hay regresos tan enriquecedores que volveremos sin duda.
Texto y fotos, Virginia