La quietud de Barichara
Canta un gallo muy cerca y algún otro más lejano. Son las cinco de la mañana y espero que amanezca para deslizarme por este pueblo/tobogán.
Subidas y bajadas, badenes imposibles, una catedral de vistosa cúpula, tremendas lajas cubriendo las calles y muros de tapia pisada. Marrón, blanco, azul y verde, el delicioso pueblo de Barichara se encuentra a varias horas de cualquier ciudad colombiana importante.
Pero vale la pena emplear el tiempo en llegar a este rincón inesperado, pulcro y auténtico. Familias sentadas en los zaguanes al anochecer saludan como si fuéramos de al lado, tiendas donde entrar aunque no compremos, con anaqueles impolutos, como los techos y los muros.
A Barichara hay que ir sin miedo a las pendientes. Allí, o subes o bajas, no hay otra. Arriba del todo, el curioso cementerio y la iglesia de Santa Bárbara, de piso también inclinado. En medio, la catedral de la Inmaculada y San Lorenzo, satisfecha del altar forrado con laminillas de oro. En la parte baja, el Puente Grande, por donde dicen pasó Simón Bolívar en sus campañas independentistas. Del lado oriental (los majestuosos Andes nos recuerdan este punto cardinal), el camino de Guane, primitiva senda indígena de Interés Cultural.
Abrazando estos bienes, el pueblo se organiza geométricamente, herencia de los colonizadores españoles, pues a pesar de los controvertidos datos fundacionales, sí es seguro que Francisco Pradilla y Ayarbe (quien, curiosament, se ocupaba de enseñar las primeras letras a las criaturas del incipiente poblado) tuvo la iniciativa -a mediados del s. XVIII- de comprar los terrenos donde alzar el templo principal.
En dialecto guane, Barichara significa “descanso”, que es justamente lo que se percibe. Y un respeto inusual al medio, conservando la forma original de construcción, la no contaminación acústica, el soterrado casi total de cables, los talleres de piedra o tintes para mantener el colorido de las paredes.
Aún con los pocos días de estancia, salimos enriquecidas. Los gallos que nos despertaban eran parte de una vida pacífica, natural como el verde de los alrededores, y por las travesías de tobogán andábamos con tranquilidad.
No sé si algún día volveré. Pero desde ya le presento mis respetos a este pueblo de Colombia, más sensato que tantas urbes arrogantes.
Barichara, ejemplar y hermosamente sencillo.