martes, 30 de enero de 2024

Templo de Ranakpur


Por estas fechas, hace ya cuatro años, estábamos en la India, rodeados de vacas y palacios, monos, perros, basura, templos, pobreza sin límite y telas rutilantes cubriendo a mujeres en todo género de tareas. Después de visitar Delhi, Jaipur y Udaipur, nos dirigíamos a Jodhpur por una de las carreteras sin fin del Rajasthan, de pueblitos y cruces atiborrados de gentes, puestos de verduras, rústicas freidurías, algunas vacas muertas y campos sin fin de mostaza, hermana amarilla de nuestros relinchones primaverales.

Nos había dicho Hanu que por el camino veríamos un templo muy sobresaliente. Y cuando dijo “Ranakpur”, en el asiento salté de alegría, sabía de su renombre, pero pensaba que estaría fuera de nuestro recorrido.



Dedicado a Adinath, uno de los veinticuatro tirthankaras -maestros modélicos que enseñaron el camino del jainismo, simbolizado con distintos colores y emblemas, animales la mayoría- se terminó de construir en 1436/37. Con planta en cruz (algo inusual en la India), dos pisos y en algunas partes incluso tres, veintinueve salas, unas ochenta bóvedas y sostenida por mil cuatrocientas cuarenta y cuatro afiligranados soportes de mármol blanco.



Unos tres mil trabajadores a lo largo de cincuenta años lo decoraron sin dejar ni un resquicio, consiguiendo un abigarramiento de figuras y personajes tan exorbitante, y, sin embargo, tan logrado, que consigue diferenciar cada columna, ya sea por bases, fustes o capiteles. En ellos se aprecian elefantes, bailarinas, tirthankaras en su vida cotidiana, símbolos, flores, guirnaldas, serpientes.



Los templos en la India son eslabones de estupor uno detrás de otro, hasta formar una cadena ante la cual no queda sino el silencio y el respeto. La India tiene mil caras y los templos a su vez, mil más. No podemos hacer otra cosa que sentirnos muy poca cosa frente a semejante despliegue de arquitectura y creencias, en un equilibrio total.


Texto y fotos, Virginia

(excepto la primera, sacada de la red)