viernes, 28 de octubre de 2022

Sosiego en La Valletta



Se paró el mundo al borde de la bahía, un instante de luz, un paréntesis azul y ondeante. De rato en rato cruzaban frágiles barquichuelas, con el agua rozando el bordillo y toldos blancos mecidos por una ligera brisa mediterránea. Enfrente se doraban los edificios de Vittoriosa y un reloj dio las cinco. 





Se paró la tarde mientras comía unos gnocchis con pesto en Senglea, cerca de La Valletta, sin nada en qué pensar, sin nada que hacer, uno de esos momentos que parecen infinitos de tanta serenidad que contienen. Dos chicos italianos cerca, una pareja joven que reía amorosamente y unos gatos esperando por algunas sobras. Me olvidé de que estaba lejos y de que el sol caería pronto. 




Los palos de los barcos señalaban al infinito, y la arenisca, tostada de tantos atardeceres, invitaba a tocarla. Allá fui, subiendo escaleras, cruzando puentes, andando pasadizos. Cúpulas rojas, ventanas coloreadas, leves ondas marinas bajo un cielo moteado de ráfagas ventosas. El ocre y dorado de los muros le daban al crepúsculo una atmósfera singular.




 


La arenisca era como el oro viejo olvidado en un cajón. Palacetes, fortalezas, bastiones, edificios con balcones rojos, verdes, marrones, grises. La Valletta y las llamadas Tres Ciudades configuran un entorno que nunca pensé fuera tan hermoso ni estuviera tan conservado. Historias de siglos nos hablan desde las piedras bruñidas, contando que los Caballeros de Malta tiempo ha dejaron su cruzada y colgaron las espadas. 




No hace falta mucho oído para entenderlas, y así vamos, dorándonos también en el ocaso, mientras el mar, tan azul, tanto, acuna los barcos y nuestros pensamientos.




Texto y fotos, Virginia