domingo, 21 de diciembre de 2014

Leer, leer, leer (XXIII)

Tendría unos ocho años y mi madre nos hizo socios (a mi hermano y a mí) de La Ballena Alegre, que nos surtía periódicamente de libros, sellos, revistas. Ya por entonces iba yo padeciendo  el comienzo de la fiebre lectora que fui desarrollando a medida que nos llegaban libros, más lo que con cualquier motivo nos regalaba la familia, y en otros casos, los que leía furtivamente de la biblioteca de mis padres y hermanas mayores.


Leía unos y otros en un diván o en la cama, con la tranquilidad de hacerlo correctamente; algunas veces,  de pie y con prisa, así como al despiste, para que no me viera mi madre con don Juan Tenorio o Veinticuatro horas en la vida de una mujer; también, haciéndome la dormida los domingos y con el libro bajo las sábanas; otras veces, en la azotea donde costaba que me localizaran.
Así, unas con normalidad y otras en secreto, iba leyendo Vidas de animales, colorines de El Cosaco Verde, El capitán Trueno y Pulgarcito, novelas de Zane Grey y J. O. Curwood, Stefan Zweig, Lajos Zilahy  y hasta me pegué, entre pecho y espalda, con once o doce  años, Los Miserables y  Lo que el viento se llevó.
Llegó más tarde el frenesí de mis hermanas mayores por el boom sudamericano y como ahí ya leía sin control, devoraba lo que ellas iban leyendo: G. Márquez, V. Llosa, Cortázar, Donoso.
Escritores de alcurnia que iban también de mano con Mafalda, tiras de dulce y lúcido pensamiento.



Ese de afán lector aún lo conservo, no continuo y compulsivo, como por épocas me dominó, sino algo más sosegado. Eso sí, he de compartir varios títulos a un tiempo para sentirme contenta. 
Ahora mismo tengo al extraordinario Patrick Modiano con su La calle de las tiendas oscuras; el delicioso Castle Rock de Alice Munro, (regalo perfecto de Reyes Vaccaro),  que casi he terminado; un muy británico Christopher Morley  y La librería encantada;  El Profesor, de F. McCourt, tiernísimo, realista y sincero relato de sus años de enseñante en diversos institutos americanos.  
Y del Club de Lectura del que hago de coordinadora, El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga: añoranza de la tierra y represión franquista en el País Vasco, mientras vuelan las mitxirrikas.







No quiero olvidar  un nuevo ejemplar de Blacksad, otra de mis aficiones durante años, el cómic (o “colorín”, en canario), con el que tanto aprendí, puro cine sobre papel, un verdadero arte, aunque muchos no lo aprecien así.

Con este paisaje, mar y montañas de letras, personajes y vidas, me envuelvo en una manta y disfruto a placer. 
Y por si no vuelvo en varios días: 
                                                              ¡Felices Fiestas!