Tendría unos ocho años y mi madre
nos hizo socios (a mi hermano y a mí) de La Ballena Alegre, que nos surtía
periódicamente de libros, sellos, revistas. Ya por entonces iba yo
padeciendo el comienzo de la fiebre
lectora que fui desarrollando a medida que nos llegaban libros, más lo que con
cualquier motivo nos regalaba la familia, y en otros casos, los que leía
furtivamente de la biblioteca de mis padres y hermanas mayores.
Leía unos y otros en un diván o
en la cama, con la tranquilidad de hacerlo correctamente; algunas veces, de pie y con prisa, así como al despiste, para
que no me viera mi madre con don Juan Tenorio o Veinticuatro horas en la vida
de una mujer; también, haciéndome la dormida los domingos y con el libro bajo
las sábanas; otras veces, en la azotea donde costaba que me localizaran.
Así, unas con normalidad y otras
en secreto, iba leyendo Vidas de animales, colorines de El Cosaco Verde, El
capitán Trueno y Pulgarcito, novelas de Zane Grey y J. O. Curwood, Stefan Zweig,
Lajos Zilahy y hasta me pegué, entre pecho
y espalda, con once o doce años, Los
Miserables y Lo que el viento se llevó.
Llegó más tarde el frenesí de mis
hermanas mayores por el boom sudamericano y como ahí ya leía sin control, devoraba
lo que ellas iban leyendo: G. Márquez, V. Llosa, Cortázar, Donoso.
Escritores de alcurnia que iban también de
mano con Mafalda, tiras de dulce y lúcido pensamiento.
Ese de afán lector aún lo
conservo, no continuo y compulsivo, como por épocas me dominó, sino algo más
sosegado. Eso sí, he de compartir varios títulos a un tiempo para sentirme
contenta.
Ahora mismo tengo al extraordinario Patrick Modiano con su La calle
de las tiendas oscuras; el delicioso Castle Rock de Alice Munro, (regalo
perfecto de Reyes Vaccaro), que casi he
terminado; un muy británico Christopher Morley
y La librería encantada; El
Profesor, de F. McCourt, tiernísimo, realista y sincero relato de sus años de
enseñante en diversos institutos americanos.
Y del Club de Lectura del que
hago de coordinadora, El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga: añoranza de
la tierra y represión franquista en el País Vasco, mientras vuelan las mitxirrikas.
No quiero olvidar un nuevo ejemplar de Blacksad, otra de mis aficiones
durante años, el cómic (o “colorín”, en canario), con el que tanto aprendí,
puro cine sobre papel, un verdadero arte, aunque muchos no lo aprecien así.
Con este paisaje, mar y montañas
de letras, personajes y vidas, me envuelvo en una manta y disfruto a placer.
Y por si no vuelvo en varios días:
¡Felices
Fiestas!