
Caminaba en el bosque. Los troncos, altos y delgados, parecían de chopos, pero no era aquél, lugar para ellos. Las escasas hojas que se mantenían en las ramas le susurraron indescifrables melodías, mientras otras se deshacían bajo sus pasos. No sabía adonde iba, ni el porqué de su camino. Pero allí, entre los árboles, se sentía cómodo.
Recordaba la planicie de su vida, sin colinas, sin matorrales, sin arroyos ni altozanos desde donde ver otras miradas. Una estepa infinita, donde el día agostaba su existencia y la noche lo cubría de espantos.
Se había despertado esa madrugada y se asomó a ver las constelaciones. Era uno de sus alimentos: las estrellas y sus nombres, las nebulosas y los cúmulos, las perseidas y las gigantes enanas.
Cogió un abrigo y salió a la noche. Así fue como se encontró caminando entre los árboles. Hasta que amaneció y el bosque era inmenso, igual a la tristeza de su vida. Caminar en la noche frondosa le resultaba definitivo, algo atávico que no podía ni quería controlar. Entre los troncos se sentía seguro, sereno, en paz.
Las cortezas emanaron un ligero efluvio, el suelo chasqueó a su paso y únicamente extrañó el titilar celeste. Tropezó con ramas, apartándolas sin temor. Sentía que el bosque le pertenecía de siempre, que los árboles eran su familia, que podría confiar en ellos, que lo protegerían, que le darían el amor que nunca tuvo. Fue de este modo como lo encontré, abrazado a un árbol y con las extremidades enroscadas a un tronco. Del torso nacían brotes nuevos y por su piel se paseaban bichos minúsculos, arañas y lentos escarabajos. Le adiviné una sonrisa sosegada. En sus ojos aún se reflejaba el brillo de las estrellas.
Obra de Piet Mondrian, "Boslandschap", 1900
Colección Haags Gemeentemuseum
La Haya