- Descansaré un rato, que no me molesten.
- ¿Cierro la puerta?
- Nooo, el ruido de la gente es lo que me hace dormir y soñar.
- ¿Y con qué sueñas?
- Que duermo al borde de la calle.
Texto y foto, Virginia
- Descansaré un rato, que no me molesten.
- ¿Cierro la puerta?
- Nooo, el ruido de la gente es lo que me hace dormir y soñar.
- ¿Y con qué sueñas?
- Que duermo al borde de la calle.
Texto y foto, Virginia
- Te dije que apagaras la luz
- Sí, lo hice.
- Entonces… ¿esa luminosidad?
- Esa no se puede apagar, viene de lejos y va muy rápida, es autónoma, lo alumbra todo y saca los matices más inverosímiles.
Texto y foto, Virginia
- ¿Qué me decías de un cielo azul cercano?
- Que entré en una habitación abandonada y toqué un pedazo de cielo.
- Jajajaja…menuda estupidez, no hay cielo en la tierra.
- Eso es lo que tú piensas, pero el cielo puede estar más cerca de lo que crees, sólo hay que abrir los ojos del alma para ver un cielo azul y sin mácula.
Texto y foto, Virginia
La sábana que me regaló mi madre hace más de tres décadas, se ve zurcida, bordada, recosida.
A pesar de la fragilidad, pues cualquier roce la quiebra, es mi favorita. No aguantará mucho, pero cuando la pongo pienso en mi madre y en los tiempos en que se usaban para remendar otras, partirlas en trozos y en tiras, disfrazarse de fantasma o tapar un espejo cuando los relámpagos andaban cerca. Al cubrirme con ella, me vienen historias de infancia, lluvia, colorines, parchís, noches de frío, gente pasando por la calle mientras la cama me protegía como una cueva primitiva.
Sábanas así ya no las encuentro, por eso la conservo, bordada con puntadas de colores como un cielo a punto de resquebrajarse.
Mi gato no conoce esas historias, pero con su olfato especial algo debe oler que lo lleva a dormir sobre la sábana de mi madre con la misma placidez con que se embelesaba la niña que fui.
Sabiduría ancestral la de los pobladores de la Depresión Momposina, al norte de Colombia, una gran extensión bañada por innumerables ciénagas y varios ríos (como el notorio Magdalena), que marcaron la vida y la cultura de los indígenas.
Las crecidas invadían las planicies dejando la tierra fértil, donde luego se plantaba yuca, ñame, maíz, palmas. La unión entre los habitantes y la naturaleza era muy estrecha y una conmovedora particularidad fue la relación con las aves.
En el Museo Zenú de Cartagena de Indias se aprecia muy bien la imbricación con el mundo animal y la importancia que poseían ranas, sapos, caimanes, peces, aves de todo tipo y, por supuesto, el venerado jaguar, poseedor de las cualidades de un dios.
Respecto a las aves, los zenúes poseían un gran repertorio de sonidos similares a sus gorjeos, reproducidos mediante flautas, silbatos, fotutos y ocarinas, en el intento de guiar a los oyentes consiguiendo la evocación de pájaros y cantos. Según entendí, la capacidad de volar era un motivo de admiración, hasta el punto de no cazarlos, como sí hacían con peces, mamíferos y reptiles.
Dichos cantos se usaban en rituales de curaciones, ceremonias y fiestas, dado que las aves estaban más cerca de las divinidades que el resto de seres. Garzas, ibis, búhos, patos y cormoranes se ven en joyas y objetos cotidianos, realizados con diferentes materiales, especialmente oro.
La forma de vida en este lugar es un ejemplo admirable, ya en gran parte perdida. El sistema de riego con calles y camellones, por el que se dirigía el agua de las crecidas, revela un dominio increíble, con canales cubiertos totalmente, los cuales, al bajar de nivel, eran cultivados con éxito.
Un éxito donde las aves tenían su protagonismo, por algo dominan un espacio negado a nosotros, tan pegados a la tierra y sus vaivenes. Pájaros que nunca fueron cazados, deidades aéreas reverenciadas por gentes respetuosas, con capacidades que ahora no sabríamos gestionar por más que quisiéramos.
Fotos del Museo del Oro Zenú, Cartagena de Indias