
Tenía nueve o diez años y descubrí a Robinsón Crusoe.
Habían caído en mis manos varios ejemplares de la Colección Juvenil Cadete, entre ellos “Dos años de vacaciones”, “Los tres mosqueteros”, “La cabaña del tío Tom”, “La isla del tesoro”, libros heredados de hermanas mayores, furibundas lectoras que contribuyeron a
mi voracidad de deslizar la vista por cualquier papel impreso.
Pero fue Robinsón, el de las pieles paseando bajo la sombrilla, sobre la arena de una playa desierta, el que me conquistó.
Planeaba junto a él, qué materiales habríamos de recoger de aquel bajel encallado entre los arrecifes, cuáles de las maderas serían mejores para la empalizada, dónde sembrar las pocas semillas que pudimos encontrar.

Marcó este personaje una parte de mi vida, hasta el punto de ponerme a pensar, ya de adulta, qué cosas necesitaría en caso de verme en una situación similar. De ahí partió mi interés en cargar siempre una navajita, a la que le dí un gran uso en esos años: partir fruta, hacerme un bocadillo, cortar pequeñas ramas para moldearlas, hacer marcas o, simplemente, presumir de ella.
Llegué al punto de desbastar un tronco, con su cuchilla, poco a poco, día tras día, para hacer un poste, esbelto y firme, donde colocar las señas de unos amigos. Hasta esa dirección, casi perdida en medio de una zona boscosa, volví hace unas semanas. Allí me esperaba el tronco, aún pintado con los colores que una vez le puse y en el que se posan las cartas, los pajarillos y las nubes.
Creo que incluso Robinsón recuerda el tronco que me ayudó a lijar, mientras charlábamos a la sombra de su parasol solitario.