
Las manos en el muro de Berlín marcan la huella del deseo. Del deseo por traspasarlo. O por abatirlo. Por empujarlo violentamente o por reblandecerlo de ternura y dejarlo caer, suavemente, como una pesadilla de algodón, casi en silencio. Las manos de colores que vi en Berlín hace diez años, me tocaron la piel de la tristeza. Era ya un muro a tramos, coloreado, vendido en minúsculos trozos como una reliquia de la intolerancia, como un souvenir del ridículo, como un recuerdo sin precio de los que sufrieron y murieron por/sin/al atravesarlo.
Las manos consiguieron que cayera, dejando crecer la vida a ambos lados. Ahora el muro son paredes burdas y brutas, altas e inabordables. Hay huecos por donde miras a una parte y tal vez desde la otra, alguien te mira a ti. Cerca de esos huecos, nadie con un fusil, ni con un arma contundente, tampoco hay un reflector para iluminar la escena. Se abrieron pasos, se tiró el muro, cambiaron los actores y los jefes de la parodia. Entre un lado y otro quedaron los que querían salir y entrar sin permisos, sin burocracia, sin conciencias que los doblegaran. Allí quedaron, gloria y honor a los espíritus libres.
Las manos que vi sobre el muro de Berlín me hablan cuando vuelvo. Me cuentan historias de parejas, de jóvenes, de gritos, de disparos en la noche, de sueños y llantos, de territorios divididos por hierro y cemento. Me hablan de deseos, esas manos. Y yo deslizo las mías por la pared decorada y turística, y con sólo un paso entro en un parque, o me siento en una plaza, o cruzo la calle. Y crece el verde. Y la fronda se renueva. Y los niños juegan, riendo.


Fotos: Virgi, Berlín 1999