
Entre las columnas milenarias de Seti I, volaban los gorriones. Caía la tarde sobre Karnak y el ámbar doraba los cartuchos y los signos egipcios. Tan pequeños como la palma de mi mano, desplazándose entre los inmensos capiteles papiriformes, saltarines y vivarachos, le daban una vida sencilla y tierna a aquel espacio magnífico.
Paseando por patios, salas y templos, alcancé a ver una persona, que, envuelta en una túnica blanca, se sentaba debajo de un friso.
Su piel, negra, brillante, contrastaba con la blancura que lo cubría casi por completo. Permanecía impávido, estatua nubia vestida de luz. Una y otra vez volví sobre mis pasos hechizada por el momento. Nada. Ni un movimiento, ni un parpadeo, ni un gesto. Parecía cumplir un cometido ancestral, una misión ajena e incomprensible a los visitantes, e incluso, hasta para él mismo.
Quería quedarme en Karnak unos días, así que volví varias veces al templo, siempre deslumbrante y poderoso. Y cada vez, la estatua blanca y negra estaba en el mismo lugar, majestuosa en su sencillez.
El día antes de irme, volví al templo y me acerqué hasta el misterioso hombre de la túnica. En su regazo mantenía algunas migas de pan, unos granos de alpiste y unas hierbas que no identifiqué. Me miró profundamente y con sus ojos, guió los míos hasta la pared de enfrente.
Allí encontré el objeto de su dedicación: un gorrioncillo había anidado en un hueco, indiferente a la historia, al tiempo, al arte. Feliz e inalcanzable, se había adueñado, como un auténtico faraón, de un trozo del templo.
