
Diez, eran diez los polígonos al sol.
Cada tarde, dos ancianos se sentaban a la puerta de sus casas a tomar el té. Llevaban así toda la vida, conversando al paso de los burros cargados, las muchachas en flor, las mujeres con la compra. Los niños corrían, saltaban, jugaban y se peleaban a su alrededor, livianos y alegres. Y ellos, ajenos a todo, recordaban y hablaban. Una mañana, el más viejo apareció plácidamente muerto en la cama. El amigo, al enterarse, salió a la calle, cambió de posición las dos sillas que habían compartido tantos atardeceres, se acostó y esperó la inminencia de la muerte.
Durante mucho tiempo, nadie osó sentarse en el lugar de los dos ancianos, así permanecieron bajo el sol abrasador y el frío nocturno. El viento del desierto, el mismo que acunaba las pirámides desde milenios, desgastaba la madera y gemía entre sus pliegues.
Así las encontré yo, en Gizeh. Así me lo contaron y así lo escribo.