Con la tenacidad y la organización
del pueblo alemán, la ciudad bombardeada hasta los cimientos por los aliados,
fue levantada ladrillo a ladrillo para mostrarse en todo su esplendor años más
tarde. Cerca de 4.000 toneladas de bombas y materiales explosivos destrozaron
la población, en febrero de 1945, dejando decenas de miles de muertos, en una
acción indiscriminada, una más entre las numerosas que marcan la historia de la
Humanidad.
Sin embargo, la decisión de sus
habitantes para recuperarla se narra como un ejemplo de sacrificio,
coordinación y perseverancia, consiguiendo que la “Florencia del Elba” volviera
a brillar como antaño. Recién acabó la guerra, se formaron cadenas de mujeres,
niños, ancianos, con obstinación germánica, trabajando día y noche, tratando de
olvidar el horror y mirando al futuro.
Hay que asomarse a la Terraza de
Brühl, un conjunto arquitectónico al lado del casco histórico, y gozar de la
vista que se nos ofrece, un balcón al río y a la ciudad, destrozado en la
guerra, y ahora perfectamente reconstruido. Lo que nos regala el momento es
emocionante, tanto por el goce estético, como por la historia terrible que
encierra, dos noches de continuos bombardeos, que arrasaron edificios,
historia, arte y la vida de 30.000 personas.
Dresde al borde del Elba y también
más allá. Por un lado, Altstadt (Ciudad Vieja), en la otra orilla, Neustadt
(Ciudad Nueva). Es en la Ciudad Vieja donde se encuentran la mayoría de
edificios a admirar. La Frauenkirche, destruida en aquellos días y recién
recobrada gracias a aportaciones de la
ciudadanía, el estado y donantes de otros países -sobre todo británicos-, fue
considerada “monumento de guerra”, mantenida en ruinas durante las décadas de
la RDA, para actualmente considerarse un símbolo de la reconciliación.
Una de las primeras ciudades que se
hermanaron con Dresde fue Coventry, bombardeada por los alemanes en 1940.
Precisamente, la última acción realizada en la iglesia, con una gran carga de
fraternidad, fue realizada en junio de 2004, cuando se colocó la cruz en lo
alto de la cúpula, forjada por un artesano inglés hijo de un piloto que
participó en el bombardeo de Dresde. Una muestra más de la amistad entre
alemanes y británicos que ojalá no perdiera nunca su significado.
Otras muchas perlas inexcusables
tiene la ciudad. La Semper Opera, también recuperada. El Augustusbrücke,
puente que une las dos partes del río. La Residencia Real y la archifamosa
Bóveda Verde. La Nueva Sinagoga, que reemplaza a la que fue atacada por una
turba enfervorecida en la Noche de los Cristales Rotos de 1938. El Museo
Albertinum, la iglesia católica Hofkirche, la barroca Kreuzkirche y el mosaico
que ilustra el Desfile de los Príncipes, un pomposo mural de 100 metros de
largo, compuesto por 24.000 azulejos elaborados en fábricas de la zona,
afamadas por la calidad de la cerámica.
En tiempos navideños hay que recorrer los
puestos típicos de dulces, figurillas, artesanía, mientras nos caldeamos con
vino caliente, que, aunque no nos guste, habremos de probarlo acompañado por
alguna de las salchichas que abundan por todas partes, una característica del
país, tan reconocida como la cerveza o el strudel de manzana.
Como colofón de Dresde, el Zwinger, palacio
barroco rodeado de jardines. Contiene la pinacoteca de la ciudad,
Gemäldegalerie, con obras de Tiziano, Rembrandt, Giorgione, Andrea Mantegna,
Rosalba Carriera, Durero, El Greco, Velázquez, Rafael.
La luz que ilumina a la “Joven leyendo una
carta”, de Johannes Vermeer, alumbra igualmente nuestra mirada sobre la ciudad,
y aunque fue pintada lejos de allí, no nos importa, sabemos que la llamarada
del arte resplandece sobre la destrucción, las guerras y las contingencias
humanas. Dresde nos enseña a buscar esa luz y algo de ella arde en nosotros.
Texto y fotos, Virginia