miércoles, 28 de agosto de 2019

Destrucción y fraternidad en Dresde






Con la tenacidad y la organización del pueblo alemán, la ciudad bombardeada hasta los cimientos por los aliados, fue levantada ladrillo a ladrillo para mostrarse en todo su esplendor años más tarde. Cerca de 4.000 toneladas de bombas y materiales explosivos destrozaron la población, en febrero de 1945, dejando decenas de miles de muertos, en una acción indiscriminada, una más entre las numerosas que marcan la historia de la Humanidad.

Sin embargo, la decisión de sus habitantes para recuperarla se narra como un ejemplo de sacrificio, coordinación y perseverancia, consiguiendo que la “Florencia del Elba” volviera a brillar como antaño. Recién acabó la guerra, se formaron cadenas de mujeres, niños, ancianos, con obstinación germánica, trabajando día y noche, tratando de olvidar el horror y mirando al futuro.



Hay que asomarse a la Terraza de Brühl, un conjunto arquitectónico al lado del casco histórico, y gozar de la vista que se nos ofrece, un balcón al río y a la ciudad, destrozado en la guerra, y ahora perfectamente reconstruido. Lo que nos regala el momento es emocionante, tanto por el goce estético, como por la historia terrible que encierra, dos noches de continuos bombardeos, que arrasaron edificios, historia, arte y la vida de 30.000 personas.






















Dresde al borde del Elba y también más allá. Por un lado, Altstadt (Ciudad Vieja), en la otra orilla, Neustadt (Ciudad Nueva). Es en la Ciudad Vieja donde se encuentran la mayoría de edificios a admirar. La Frauenkirche, destruida en aquellos días y recién recobrada  gracias a aportaciones de la ciudadanía, el estado y donantes de otros países -sobre todo británicos-, fue considerada “monumento de guerra”, mantenida en ruinas durante las décadas de la RDA, para actualmente considerarse un símbolo de la reconciliación.
Una de las primeras ciudades que se hermanaron con Dresde fue Coventry, bombardeada por los alemanes en 1940. Precisamente, la última acción realizada en la iglesia, con una gran carga de fraternidad, fue realizada en junio de 2004, cuando se colocó la cruz en lo alto de la cúpula, forjada por un artesano inglés hijo de un piloto que participó en el bombardeo de Dresde. Una muestra más de la amistad entre alemanes y británicos que ojalá no perdiera nunca su significado.




Otras muchas perlas inexcusables tiene la ciudad. La Semper Opera, también recuperada. El Augustusbrücke, puente que une las dos partes del río. La Residencia Real y la archifamosa Bóveda Verde. La Nueva Sinagoga, que reemplaza a la que fue atacada por una turba enfervorecida en la Noche de los Cristales Rotos de 1938. El Museo Albertinum, la iglesia católica Hofkirche, la barroca Kreuzkirche y el mosaico que ilustra el Desfile de los Príncipes, un pomposo mural de 100 metros de largo, compuesto por 24.000 azulejos elaborados en fábricas de la zona, afamadas por la calidad de la cerámica.



En tiempos navideños hay que recorrer los puestos típicos de dulces, figurillas, artesanía, mientras nos caldeamos con vino caliente, que, aunque no nos guste, habremos de probarlo acompañado por alguna de las salchichas que abundan por todas partes, una característica del país, tan reconocida como la cerveza o el strudel de manzana.



Como colofón de Dresde, el Zwinger, palacio barroco rodeado de jardines. Contiene la pinacoteca de la ciudad, Gemäldegalerie, con obras de Tiziano, Rembrandt, Giorgione, Andrea Mantegna, Rosalba Carriera, Durero, El Greco, Velázquez, Rafael.



La luz que ilumina a la “Joven leyendo una carta”, de Johannes Vermeer, alumbra igualmente nuestra mirada sobre la ciudad, y aunque fue pintada lejos de allí, no nos importa, sabemos que la llamarada del arte resplandece sobre la destrucción, las guerras y las contingencias humanas. Dresde nos enseña a buscar esa luz y algo de ella arde en nosotros.

Texto y fotos, Virginia