Ahora que termina la Navidad y
veo a la chiquillería con sus regalos de Reyes, pienso en los míos siendo niña.
Como los recuerdos son selectivos y además, se van desvirtuando, pues no podría
decir cuánta exactitud hay en ellos. Pero sí puedo ver nítidamente delante de
mí una escena repetida, el momento de colocar los zapatos en la entrada, la
hierba en un rincón del patio, la bandejita con copitas de anís y rosquetes
para ese trío de fantasmas en el que hemos creído todos. Y de madrugada, el
nerviosismo al despertar y la alegría de encontrar el regalo pedido más alguna
sorpresa.
Recuerdo cuando a mi hermano y
a mí nos dejaron unas patinetas Mobbo, rojas, resistentes, de ruedas amarillas,
con las que luego recorríamos el barrio y bastante más allá. No costaba subir
las cuestas hacia La Estación o El Cristo (la infancia es liviana, sí), y mucho
menos bajarlas a velocidades importantes, haciendo gala incluso de un
equilibrio alocado, como era poner una de las piernas sobre el manillar, ¡ah,
la inconsciencia! Total, el peligro mayor era en la curva de doña Catana y
pocos coches había; tampoco mucho peatón y nosotros bajábamos a tumba abierta
–como dicen ahora de los ciclistas- en la certeza ingenua de que el freno
estaba para algo, así estuviera medio comido o ardiera del uso continuado. Más
que algún temor a reprimendas familiares, nos imponía la posible presencia de
Manolo o Basilio, guardias municipales de mucho respeto, que nos mirarían con
caras de pocos amigos. O al llegar a la punta del Camino Nuevo, que Rosario
Mariana nos echara una rociada, aún cuando la recuerdo siempre de buen humor.
Otra vez me pusieron un par de
teléfonos con un cable como de diez metros y nos mudábamos de habitaciones,
hablando bajito por los auriculares, para comprobar que, efectivamente éramos
unos pequeños Edison intercambiando frases intrascendentes: “¿Me oyes?”,
“¿Dónde estás ahora?”, “Te oigo mal, llama otra vez”. Incluso se atrevió mi
hermano (“inventando siniestros”, frase materna que al paso de los años nos
acostumbramos a oír cada vez que queríamos hacer algún cambio o mejora en la
casa) a añadirle un trozo más de cable, con lo que pudimos llegar hasta el
patio y algo más.
Un regalo emocionante fue el
microscopio, ¡cuántas alas de mariposa, moscas de ojos enceldados, pétalos y
estambres, mariquitas, plumas…pasaron por aquella lente rústica! Sembró en mí
una nueva curiosidad y me creía una Marie Curie, acostumbrada como ya estaba a
leer Vidas Ilustres y de Santos. Cuando más tarde estudié el ojo compuesto de
los insectos, bien orgullosa me sentí de haberlos visto años antes en aquel
artilugio que habían traído los Reyes, seguramente junto a algún libro, un
pijama y un par de cosas más.
Muchos de esos regalos los
encargaba mi madre gracias a una revista de Galerías Preciados que recibía de
cuando en cuando. Nunca nos enteramos si los iba a buscar a Santa Cruz, si los
mandaban por correo o si efectivamente tenía un trato con Baltasar –que tan
tierno y exótico nos parecía-, cosa muy común en nuestros años ingenuos.
Pero todo eso terminó
drásticamente, cuando con quince años, mi madre nos dijo:
-Ya son grandes y bien saben
que esto no es sino un asunto para gastar y perder el tiempo buscando regalos.
A partir de ahora se acabaron los Reyes.
Y así fue.
La verdad es que me sentí
fatal y me costó superar aquella decisión práctica en grado sumo, muy de la
personalidad materna. Lo que tardé en superar ese casi trauma, lo contaré en
otra ocasión.
Disfruten de los regalos, yo
hago lo propio con los míos, descuiden.
Texto y foto, Virgi
Enero 2018