Riga, una ciudad señorial al
borde del río Daugava, tiene la mayor concentración de edificios modernistas de
toda Europa. Más de setecientos, erigidos en los primeros años del s.XX,
conforman un museo al aire libre de fachadas, cornisas, puertas, detalles,
balcones, rostros, torsos, ventanas.
Solo hay que pasear por las
calles Alberta, Elizabetes, Strelnieku o Vilandes para contemplar edificaciones
de apartamentos uno al lado del otro, con una opulencia esplendorosa que remite
al poderío económico de la ciudad hace más de un siglo.
Era Riga en esos años
una de las ciudades más importantes del Imperio Ruso y entre varias e inteligentes normas urbanísticas, una de ellas fue que no podían tener más de seis plantas, lo que le da a la
ciudad una coherencia fascinante, aparte de la belleza indudable de las
construcciones.
El Art Nouveau en Riga tiene tres
corrientes que lo hacen variar unas de otras, según ostente influencias decorativas,
racionalistas o cercanas al nacionalismo romántico letón. Sea como sea, las
cabezas de mujeres, los mitos griegos, los adornos vegetales, las máscaras, se
van sucediendo de tal forma, que nos parece recorrer una galería de arte sin
fin.
Águilas, atlantes, medusas, pavos
reales, guirnaldas, van saliendo a nuestro encuentro, pues aunque bien fijas
emergiendo de los muros, tienen la capacidad de cautivarnos, como no podía ser
menos ante tamaño derroche creativo y arquitectónico.
La vista va de un lado a otro de las calles, se entretiene en lo alto o baja rauda a captar un detalle nuevo, torna a deslizarse en horizontal para luego ensimismarse en un gesto, unos brazos o unas cenefas sobre las cornisas. Un juego visual sorprendente y de gran riqueza simbólica para la que hay que tener suficientes conocimientos, que, ciertamente, no es mi caso, por más que me embelese en el paseo.
La vista va de un lado a otro de las calles, se entretiene en lo alto o baja rauda a captar un detalle nuevo, torna a deslizarse en horizontal para luego ensimismarse en un gesto, unos brazos o unas cenefas sobre las cornisas. Un juego visual sorprendente y de gran riqueza simbólica para la que hay que tener suficientes conocimientos, que, ciertamente, no es mi caso, por más que me embelese en el paseo.
Como compensación a tanta
exquisitez y después de un largo recorrido modernista, nos fuimos a comer unos
pelmenis (un plato parecido a los raviolis, típico de Letonia y países
vecinos), en el sitio seguramente más barato de toda la ciudad, un restaurante
muy sencillo y original en su decoración, frecuentado por estudiantes y gente joven,
en el que puedes comer sabroso y abundante por seis o siete euros como mucho.
Situado en Kaiku Iela, una de las calles céntricas de la ciudad, se presta a
probar varias posibilidades de esta pasta que coloca uno mismo en un cuenco y
luego cobran según pesaje. Te sientas junto a la ventana, enfrente de alguna
fachada Art Nouveau, tomas una cerveza del país y te das cuenta que no
necesitas ninguna otra cosa.
Texto y fotos, Virginia(excepto la última)
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