Una oquedad inmensa en lo alto de
la montaña. Un lugar donde trabajar con las solas manos y poco más de un par de
herramientas, labrando cantos, dándoles formas. Así durante años y años. Sin
máquinas, como mucho, la ayuda de algunas bestias que cargaban los bloques
desde la cantera hasta la base de la montaña.
Rojos, ocres, grises, alguna
sutil línea blanca, canelos oscuros, granates, morados. La huella de los picos,
quizás también del cincel. Un marrón, escoda, cuñas, barra y alguien especial
que sabe de la veta a seguir para una extracción adecuada. Labor dura en épocas
aún más duras. Eran canteros, labrantes, cabuqueros.
Las canteras están ahí, al borde
del camino o de un barranco. En la ladera de la montaña o en medio de una
planicie amarilla. En Canarias hay muchas, de distintos tipos de piedra: tosca,
molinera, basalto, ignimbrita, traquita, granito, toba roja.
Esta es una de ellas, imponente,
silenciosa, escondida, una historia dentro de cuatro paredes. Un cubículo de
sol y sombra donde aprender y respetar el valioso trabajo de la gente que
rebajó la montaña minuciosamente, dejando al descubierto un cubo casi perfecto,
una ventana abierta del volcán al cielo, al sol, a las nubes, a la lluvia.