viernes, 26 de octubre de 2018

ABACHE




Volví a Abache por el camino vertiginoso de diques, retamas y líquenes. Volví sobre los pasos perdidos al borde del risco, abajo los barrancos, enfrente la isla redonda y cercana. Volvía a Abache, con su era, su dornajito y su dintel de tosca roja.


El camino es el mismo, mas no el momento, que siempre será distinto. Una nube como un rayo, un roque hendido a la mitad, las tabaibas majoreras despojadas de botones rojos, los musgos húmedos del relente.


El camino llanea, sube por una calzada estrecha y colgada, serpentea, sigue entre un par de vistosísimas degolladas, baja al lado de unas cazoletas, pasa un portón de piedra y se pierde entre restos de gochos antiguos. Al principio hay tuneras que, al paso, ofrecen sus frutos, tan dulces y frescos como un don del cielo.


Volví a Abache, pasé al pie del Roque de los Catorce Reales y algo después el de la Barbita, con restos de pastores entre la tosca de las paredes, cuevas tapiadas y cagarrutas de cabras. Pasé agudos farallones, un almendrero y una higuera con un chorro de agua cerca; lavándulas, amapolas y magarzas esperando la primavera.


Abache, un balcón sobre el océano y los barrancos formidables, ese sitio lejano y salvaje que nunca defrauda, quizás porque algo nuestro está allí para siempre.

Texto y fotos, Virginia