Volví a Abache por el camino
vertiginoso de diques, retamas y líquenes. Volví sobre los pasos perdidos al
borde del risco, abajo los barrancos, enfrente la isla redonda y cercana.
Volvía a Abache, con su era, su dornajito y su dintel de tosca roja.
El camino es el mismo, mas no el
momento, que siempre será distinto. Una nube como un rayo, un roque hendido a
la mitad, las tabaibas majoreras despojadas de botones rojos, los musgos
húmedos del relente.
El camino llanea, sube por una
calzada estrecha y colgada, serpentea, sigue entre un par de vistosísimas
degolladas, baja al lado de unas cazoletas, pasa un portón de piedra y se pierde
entre restos de gochos antiguos. Al principio hay tuneras que, al paso, ofrecen
sus frutos, tan dulces y frescos como un don del cielo.
Volví a Abache, pasé al pie del
Roque de los Catorce Reales y algo después el de la Barbita, con restos de
pastores entre la tosca de las paredes, cuevas tapiadas y cagarrutas de cabras.
Pasé agudos farallones, un almendrero y una higuera con un chorro de agua
cerca; lavándulas, amapolas y magarzas esperando la primavera.
Abache, un balcón sobre el océano
y los barrancos formidables, ese sitio lejano y salvaje que nunca defrauda,
quizás porque algo nuestro está allí para siempre.
Texto y fotos, Virginia