Sola entre los pinos. Sola con sus goros y sus
huertas de jable. Sola frente al Bailadero de las Brujas y la Montaña de
Amorín.
La Casa de Las Lajas, en los altos de El
Escobonal, es como de juguete, menuda bajo la ladera ocre. Con dos cuartos y
unas dependencias anexas de piedra vista, se yergue plácida, abanicada por las
ramas y hojas de varias higueras centenarias al borde de un patiecillo
empedrado.
Un par de muros estrechos sirven de poyetes y asientos, donde lavar lo indispensable o contemplar el sol saliendo por Gran Canaria sobre un mar demasiado distante. Más cerca, el llano pumítico del Bailadero -o Baladero por haber sido lugar de reunión de pastores con sus rebaños de cabras- es de una belleza particular, sembrado aquí y allá de pinos que, caprichosos, cubren con sus acículas de marrón, gris y ocre, el blancor del suelo.
Muy cerca, una era minúscula, de esas que podríamos aperruñar con una mano, nos cuenta de granos, sudor, bromas y lluvias. Caminando algo hacia el sur el impresionante barranco de Guaco, un tajo de cumbre a mar y, en el fondo, el agujero oscuro de una galería ya seca. Hay otras próximas, cómo Morronegro y La Reina, testigos del trabajo duro, peligroso y extenuante en el ámbito de la explotación acuífera de nuestras islas.
La Casa de Las Lajas se merece todas las mayúsculas del mundo, como un palacio o una mansión importante, no en vano, y a pesar de su deterioro creciente, es un exponente de la vida de los antiguos, aquellos de los que venimos y de los que ya hemos olvidado casi todo. Soledosa se mantiene, aunque le quede poco y no hagamos nada por conservarla.
Así somos, faltos de generosidad y reconocimiento, mientras nos entretenemos con futilidades cotidianas que pasan sin dejar huella.
Texto y fotos, Virginia