A Magro
habría que acercarse en las cuatro estaciones del año. En verano, por los
marrones de la tierra parejos a piedras y troncos de palmeras. Entrando el
otoño, con las huertas doradas de pajullos, cerca de morir sobre la tierra resequida. El roque resultará
misterioso entre la bruma invernal, un sombrero coronando la ladera. Y en la
agradecida primavera, el verdor de maravillas, gamonas, matorrisco, magarzas,
tabaibas, acebenes, donarán un brillo luminoso al paisaje.
Magro, ese lugar al que se te van los ojos una y otra vez por mucho que pases, tiene un imán indudable. Has de echarte al camino dejando detrás la carretera y bajar hasta un barranquillo para luego subir el otro margen por una vereda parsimoniosa, en diagonal con los diminutos bancales, hasta alcanzar el aún más diminuto caserío, dos o tres viviendas de piedra en lo alto de la loma, vigiladas por el roque soberbio de El Sombrero. La vereda va bordeada de paredes de poca altura que dejan ver los riscos, las huertas abandonadas, las montañas a nuestra espalda y el mar colgado de unos acantilados imponentes, que no se ven, pero se intuyen.
En las casas, asientos espartanos que brotan de los muros,
puertas trabajadas por el sol y la lluvia, con las vetas esperando ser
acariciadas después de tanto tiempo sin nadie. Una piedra de lavar, una era,
corrales y dependencias a punto del derrumbe. Un trozo de zapato, un cabo de
vela, una sartén ennegrecida. La soledad de la vida aposentada entre las
piedras.
Aun así,
visitar un rincón como Magro tiene el aliciente de saber que la tierra y las
gentes han vivido en comunión con la naturaleza, el cielo, la lluvia, las
estaciones. Algo elemental y ya tan alejado de nosotros.
Texto y fotos, Virginia