viernes, 7 de febrero de 2020

Jaisalmer, de oro y miel






Siglo tras siglo, el viento del desierto moldea las murallas de Jaisalmer. 
Ambarinos como las dunas, se ondean los muros, y los más de noventa bastiones que los refuerzan, crecen sobre la montaña mirando al cielo.



Es Jaisalmer una ciudad cuasi frontera, con una sola entrada de tres enormes y robustos portones que hemos de atravesar con gozo, quizás en la creencia de que somos comerciantes por la ruta de la seda, con una recua de camellos y decenas de alforjas cargadas de calor, tesoros y esfuerzo.



















Dentro, la ciudad fundada en 1156 por el soberano rajputa Jaisal, resulta tan dorada como los poderosos sillares que la abrazan, y al atardecer, toda ella refulge igual que los ribetes de los saris o las pulseras de las mujeres indias.
Entre havelis, callejuelas y templos jainistas de elaborados diseños, Jaisalmer se alza orgullosa, mimetizada con el paisaje desértico del Thar. Ventanas y balcones exhiben intrincadas perforaciones, tamizando la luz que, sin fin, acompaña a la ciudad desde sus orígenes.


Por puertas y ventanucos, se adivinan estancias, alfombras, columnas, patios sombríos, vasijas redondas, cacharros brillantes, una anciana que reza y un niño que juega.





















Jaisalmer, tan lejos de todo, nació en el desierto y ahí sigue, milagro en el que no acabamos de creer, por más que recorramos los bucles de sus adarves, esculpidos por el viento.
Entretanto, la tarde cae sobre la arena y todos los amarillos del mundo se apoderan de la ciudad que floreció sobre las dunas. Sobre ellas flamea dorada, soberbia y serena, dejándose rizar desde hace mil años. 
Olas de piedra en medio de la nada.


Texto y fotos, Virginia