Siglo tras siglo, el viento
del desierto moldea las murallas de Jaisalmer.
Ambarinos como las dunas, se ondean
los muros, y los más de noventa bastiones que los refuerzan, crecen sobre la
montaña mirando al cielo.
Es Jaisalmer una ciudad cuasi
frontera, con una sola entrada de tres enormes y robustos portones que hemos de
atravesar con gozo, quizás en la creencia de que somos comerciantes por la ruta
de la seda, con una recua de camellos y decenas de alforjas cargadas de calor,
tesoros y esfuerzo.
Dentro, la ciudad fundada en
1156 por el soberano rajputa Jaisal, resulta tan dorada como los poderosos
sillares que la abrazan, y al atardecer, toda ella refulge igual que los
ribetes de los saris o las pulseras de las mujeres indias.
Entre havelis, callejuelas y
templos jainistas de elaborados diseños, Jaisalmer se alza orgullosa,
mimetizada con el paisaje desértico del Thar. Ventanas y balcones exhiben
intrincadas perforaciones, tamizando la luz que, sin fin, acompaña a la ciudad
desde sus orígenes.
Por puertas y ventanucos, se
adivinan estancias, alfombras, columnas, patios sombríos, vasijas redondas,
cacharros brillantes, una anciana que reza y un niño que juega.
Jaisalmer, tan lejos de todo,
nació en el desierto y ahí sigue, milagro en el que no acabamos de creer, por
más que recorramos los bucles de sus adarves, esculpidos por el viento.
Entretanto, la tarde cae sobre
la arena y todos los amarillos del mundo se apoderan de la ciudad que floreció
sobre las dunas. Sobre ellas flamea dorada, soberbia y serena, dejándose rizar
desde hace mil años.
Olas de piedra en medio de la nada.