En los ropajes de las mujeres
indias vibran los colores del mundo. Rojos, naranjas, amarillos, verdes,
granates, azules. Ya lleven leña, limpien aguas negras, vendan cachivaches o
verduras en las esquinas, conduzcan ovejas entre los matorrales, carguen
ladrillos y amasen cemento, tintes luminosos las cubren de dignidad y
elegancia.
Las mujeres de la India,
envueltas en vestidos flameantes, entran en casas celestes, lilas, ambarinas.
Compran chales, saris, pasminas, telas, y las cuelgan como banderolas desde
azoteas donde hay cabras, ancianos, niños volando cometas.
Las mujeres de la India
trabajan de sol a sol, y compiten con él gracias a los colores que les dona el
arco iris. Un regalo en un lugar de pobreza y opresión. Un obsequio que se toman en serio, orgullosas de su belleza, sus sonrisas
estoicas y sus capacidades para convivir con la ignominia de la marginación y
las crueles diferencias sociales.