Mi madre hacía unas papas fritas tan deliciosas que no he
vuelto a comer otras iguales. Grandes, medio guisadas, nos las guardaba en la
bandeja del horno, e incluso frías, eran un manjar. Hechas en la sartén que
tuvo durante cincuenta años, un objeto pesado, con un fondo donde nada se
pegaba y que mantenía el aceite de un día para otro y también para el
siguiente.
Como un regalo, otras veces freía un par de sartenadas y en
los platos de duralex se derramaban las papas por los bordes sobre el mantel de
hule, al tiempo que iban desapareciendo entre unas bocas y otras.
Si era mi padre el encargado, se tomaba su tiempo en
partirlas en tamaños homogéneos, les daba la vuelta una por una con un tenedor
largo, e iba sacándolas a igual ritmo, con la meticulosidad con la que hacía
todo, ¡ay, el orden de mi padre!
La sartén de mango largo y comprada en alguna de esas
tiendas de calidad (“más vale una sola cosa buena que varias malas”) que tanto
le gustaban, se metía en la alacena, limpia por dentro –cuando no tenía aceite-
y con una costra antigua por fuera, un registro linajudo de fritangas a lo
largo del tiempo.
De ahí también salían las mejores croquetas del mundo.
Molida la carne en el aparato afianzado al borde de la mesa, mezclada con
cebolla, ajo y perejil, eran como barcazas doradas que jamás naufragaron ni se
le abrieron las cuadernas.
Cuando veo en los bares de carretera un plato de
croquetas, siento el deseo irrefrenable de pedir alguna, solo por comprobar si
mis papilas linguales rememoran las croquetas de mi vida.
Nunca la sartén nos defraudó, fue un valioso elemento casero
a mimar, uno de esos objetos casi mágicos, de fidelidad absoluta, que nos
regaló momentos breves pero felices.
Texto y foto, Virginia