jueves, 9 de mayo de 2019

La sartén



Mi madre hacía unas papas fritas tan deliciosas que no he vuelto a comer otras iguales. Grandes, medio guisadas, nos las guardaba en la bandeja del horno, e incluso frías, eran un manjar. Hechas en la sartén que tuvo durante cincuenta años, un objeto pesado, con un fondo donde nada se pegaba y que mantenía el aceite de un día para otro y también para el siguiente.

Como un regalo, otras veces freía un par de sartenadas y en los platos de duralex se derramaban las papas por los bordes sobre el mantel de hule, al tiempo que iban desapareciendo entre unas bocas y otras.
Si era mi padre el encargado, se tomaba su tiempo en partirlas en tamaños homogéneos, les daba la vuelta una por una con un tenedor largo, e iba sacándolas a igual ritmo, con la meticulosidad con la que hacía todo, ¡ay, el orden de mi padre!

La sartén de mango largo y comprada en alguna de esas tiendas de calidad (“más vale una sola cosa buena que varias malas”) que tanto le gustaban, se metía en la alacena, limpia por dentro –cuando no tenía aceite- y con una costra antigua por fuera, un registro linajudo de fritangas a lo largo del tiempo.
De ahí también salían las mejores croquetas del mundo. Molida la carne en el aparato afianzado al borde de la mesa, mezclada con cebolla, ajo y perejil, eran como barcazas doradas que jamás naufragaron ni se le abrieron las cuadernas. 

Cuando veo en los bares de carretera un plato de croquetas, siento el deseo irrefrenable de pedir alguna, solo por comprobar si mis papilas linguales rememoran las croquetas de mi vida.
Nunca la sartén nos defraudó, fue un valioso elemento casero a mimar, uno de esos objetos casi mágicos, de fidelidad absoluta, que nos regaló momentos breves pero felices.


Texto y foto, Virginia