¿Y qué he hacer ante una
preciosura de este calibre? Lo de siempre antes: conmoverme, admirarme. Y
luego, contemplar la precisión de la circunferencia, la leve caída desde el
centro hasta el borde, las piedras perfectamente encajadas; las mayores,
marcando los radios, y las menudas, engarzadas por sectores, segundonas
felices; otras cuadradas en los bordes, dando seguridad para que el grano no
huya a los barranquillos cercanos. En medio, un montoncito de cagarrutas de
conejo, como boliches rústicos o cuentas de algún collar roto.
Alrededor, la vida minúscula,
increíble tan seca y tan viva. Un sarantontón atrevido se posa en el pomo del
bastón, las arañas cruzan sus telas de lado a lado del sendero, los verdinos
prehistóricos corren a esconderse entre los cardones, asustando a los
escarabajos de ébano y una lisa adormecida es incapaz de moverse cuando la
sorprendo bajo un pedrusco. Vuela con rumbo extraño un frágil folelé rojizo que
planea por segundos sobre una fila de hormigas, incapaces de abandonar sus
planes jansenistas.
Me tumbo, dejo de
respirar un momento y siento el pálpito ancestral de las lajas, cálido, sereno,
exiguo y aún así, poderoso. Las tabaibas y los balos adornan las comisuras de
la era y a su sombra se queda una parte mía.
Una parte que fue entera, sí. Seguro
fui yo misma sobre la era un tiempo antes, hace tanto, tantísimo.
Texto y fotos, Virgi