martes, 5 de junio de 2018

CUBA, La Habana Vieja II




Tiene la ciudad cuatro plazas admirables, que se enlazan unas con otras a través de calles ya rehabilitadas o casi acabadas, todas ellas con edificaciones magníficas.

La Plaza de Armas, rodeada de varios palacetes, el castillo de la Real Fuerza y el encantador Templete, lugar donde se fundó la ciudad en 1514, bajo una ceiba, cerca de la bahía. La Plaza de San Francisco, con el convento del mismo nombre (que funciona como sala de exposiciones y conciertos), así como otros edificios importantes. La Plaza de la Catedral, coloreada por grupos de mulatas con el vestido típico y bien guarnecida de casonas de marqueses y otros enjundiosos nobles, algunas donde hacernos a la idea de la riqueza y bienestar de los colonos españoles que ostentaban altos cargos en la ciudad. La Plaza Vieja, cautivador espacio, de estructuras y estilos diversos, cálida como es el ambiente caribeño, ceñida de arcadas abiertas con museos, restaurantes e incluso una escuela (el alumnado recibe en la plaza las clases de Educación Física), luciendo en el centro una esplendorosa fuente de mármol. 

















Estas cuatro plazas encadenadas por calles peatonales son un deleite para pasear, pues aunque hay mucho turismo, encontramos los peculiares puestos de la ciudad y también, alguna casa de familia, de esas de portadas señoriales con un perro durmiendo, una escalera desvencijada y al fondo del patio, un par de viviendas mínimas, con la ropa tendida, los cables de la luz haciendo acrobacias y las siempre diferentes baldosas del piso esperando por el brillo que no llega.
















Coexisten estilos arquitectónicos diversos y en una sola cuadra se puede encontrar barroco, neoclásico, art déco y nouveau, eclecticismo, racionalismo y por supuesto colonial. El Capitolio, ecléctico, deslumbra a lo lejos con su cúpula inmensa y la entrada de columnas jónicas. La Catedral, de sobria portada barroca y asimétrica en las torres. La librería “La Moderna Poesía” impacta por los atrevidos volúmenes art déco, igual que el vestíbulo señorial de la Escuela de Alta Hostelería -con un lucernario espectacular- o el lujoso pero equilibrado Edificio Bacardí.











Los antiguas casas de la aristocracia tienen el sello inconfundible de la herencia española, con patios interiores, balcones como en Canarias (también la “ropa vieja” o los calados proceden de aquí, sufridos testimonios de nuestras amplias y numerosas emigraciones), rejas, arcadas solemnes. El delicado Templete parece un hermano pequeño de cualquier templo griego, preservando las fechas de la fundación de la ciudad.












Entre esta diversidad y con el toque permanente del calor caribeño, encontré una librería de segunda mano, cerca de una placita umbrosa donde tres niñas se dejaban hipnotizar por las pantallas, aisladas entre sí en el ocaso habanero. 























Grande fue mi satisfacción al encontrar un delicioso libro de Lezama Lima, “Revelaciones de mi fiel Habana”, y no tuve otra que empezarlo enfrente del trío absorto, más cuando el día anterior me había tropezado con su casa, en una bocacalle del Prado. Cuatro o cinco pequeñas habitaciones, llenas de libros y cuadros, con un patiecillo y un hermoso gato negro que me miró sin poner más asunto. Antes de entrar me comí una pizza encima de un mostradorcito ínfimo, acompañada de un exquisito jugo de guayaba; a un lado, dormitaba un hombre vendedor de ron, adornadas las barricas con la bandera cubana. Saborear las revelaciones sutiles, cultas y humorísticas de Lezama Lima sobre su querida ciudad, resultó un plus que amplió lo que la ciudad me ofrecía.





Texto y fotos, Virgi