Llegamos a Lomo Corto después de dos horas de subida. No
resulta cansado pues el camino es fantástico, no porque sea fácil, sino por las
increíbles piedras que lo jalonan, bien a un lado, bien a otro, incluso en
ambos; lajas enormes, clavadas en la tierra o amontonadas en batería, como si
no costara encontrarlas, labrarlas, trasladarlas. Otra particularidad son las
vistas continuas de los barrancos, las montañas cerca del circo de Las Cañadas
o un amplio panorama del suroeste de la isla.
El sendero está adornado de muchas plantas: jaras, escobones,
picapica, lavándulas, incienso, pinos de tanto en tanto, muchos almendreros y
algún que otro castaño. Dejando El Choro (subiendo por Acojeja), y por un
camino fresco y sombrío, se llega pronto a una casita pequeña en lo alto de una
loma, que en la parte trasera tiene lo que parece un pasil, cosa que no sería
rara dada la cantidad de higueras que también se ven.
Saliendo de aquí se
transita por el camino al que me refería antes, un cauce bien pensado que va
sorteando chapas y riscos, cerca del Barranco del Pozo, delimitado en gran
parte de su extensión por hermosas lajas medio anaranjadas, otras grises o
marrones, y también unos buenos tolmos de piedra sin trabajar. Mientras camino,
pienso una y otra vez en este trabajo ímprobo, ausente de medios y recursos
adecuados. Vale la pena hacer el recorrido únicamente por ver esta línea casi
ininterrumpida directa a la cumbre, sin que pudiéramos alcanzar donde acaba,
pues en un rato largo, se coge a la izquierda pasando por una galería ya
abandonada, el Saltadero de Aguilar; sigue luego la vereda que baja hasta El
Jaral, mas nosotros –en poco- hemos de subir hacia la casa de Lomo Corto, y aunque
no existen señales ni trazas de camino, se intuye entre la vegetación, bastante
densa.
Es muy gratificante llegar hasta allí, con vistas increíbles desde
la estancia principal, alongada a la ventana, mientras los pies descansan en el
piso de madera, de tea seguramente. De tea deben ser igualmente las puertas que
aún le quedan y el fabuloso dornajo que ocupa un cuarto de piedra seca. Tiene
la casa tres buenas habitaciones, un alpende a un lado, un recinto para
animales, preciosas piedras labradas en las esquinas o sirviendo de escalones.
En las inmediaciones, un horno de tejas, muy deteriorado, y otro más pequeño
(el tradicional de estas zonas), para higos y pan. No podía faltar la era, bien
conservada, a pesar de la colonización de hierbas y arbustos.
Lomo Corto no queda cerca, pero regresaré solo por acariciar
algunas de las lajas del camino, por asomarme a la ventana y por sentarme junto
a la puerta; allí, sobre las piedras y en silencio, quizás escuche el rumor de
la vida que ya no está, mientras en el cielo, las nubes pasan de largo como ya
hicieran mucho antes del camino, de la casa, del dornajo y de los hornos; antes
de la sendas, los mojones, los muretes y la gente. Gente que habitó un lugar
puro y lejano como Lomo Corto, allá arriba, sobre una morra entre dos
barrancos.
Texto y fotos, Virgi
Diciembre 2017