¡Ah, qué delicia el camino hasta la casa de Abache! La mayor
parte umbroso, con un verdor inusitado en estos tiempos de sequía excesiva -el
recorrido va a la sombra del risco-, se mantiene así largo rato, adornado con
vegetación variada de gamonas brotando lujuriosas, retamas que, sin pudor,
entorpecen a ratos el paso, aeonium de distintas clases, cañahejas,
corazoncillos, tabaiba roja en flor, vinagreras, piteras, pencas de higos rojos
o tuneras de higos fresquísimos (que obviamente probé, dado el amor que les
profeso), balos, magarzas, incienso, cornical y los musgos más verdes que he
visto en este invierno veraniego.
Al principio es una pista de poca anchura, cómoda y llana que
después de pasar una casa con su banco/mirador, se hace estrecha, pero
asequible y muy transitada, aunque no tiene marcas ni señales, solo más
adelante los clásicos majanitos de piedra dejados por anteriores andarines solidarios.
Es este un sendero tremendamente vistoso, pues se eleva muy alto, hacia el Roque de la Barbita, y
mientras caminamos se divisan las casitas de Los Carrizales con sus bancales
estrechos, las montañas del Macizo de Teno, los acantilados vertiginosos que
caen a pico sobre el mar, la Gomera enfrente y hasta La Palma. El camino va en
algunos momentos tan colgado que, viéndolo de lejos, pareciera imposible de
transitar. Sin embargo, es seguro, con viejos empedrados en muchos trozos y un
incipiente muro del lado del precipicio.
Llanea bastante hasta llegar a un par
de pasos serpenteantes que suben encajonados entre las rocas, bien elaborados
por las gentes que lo hicieron, buscando siempre el lugar más adecuado, con una
admirable inteligencia práctica. Cuando se ha pasado el último escollo, el
Andén de Arguayo, desde donde se divisa una panorámica extraordinaria, entramos
ya en lo que propiamente fue la finca de Abache, un extenso terreno en declive
parecido al de Guergues (otro lugar excepcional, que se encuentra un par de
barrancos más al sur, ya pasado el caserío de Masca), con restos de huertas y
una pequeña casa en ruinas que tiene a sus pies una era en perfecto estado.
Caminando un fisco más, nos alongamos al impresionante barranco de Juan López,
viendo al final la playita del mismo nombre y algunas lanchas de recreo
navegando cerca de la costa.
Mucho más abajo, y colgada sobre el precipicio existe otra
era de trilla, a la que no llegamos, pues el camino se encuentra bastante
impracticable. Todavía después de esa era, existieron otras tantas huertas casi
hasta el mismo borde del acantilado, asombroso paisaje que nos habla de un
mundo de sacrificios, a expensas de las estaciones, del clima y del sistema
semifeudal de medianerías que existía en muchos de lugares de las islas.
Una
vida la de nuestros antepasados que se valora cada vez que recorremos lugares
similares, comprobando algunas cosas que hemos olvidado y otras que ni siquiera
conocimos: el esfuerzo, las penalidades, el paso de los días con lo mínimo, las
secas, las hambrunas. Una vida de escasez y fortaleza, para sustentar la que
ahora llevamos nosotros, en muchos casos poco dados a reconocer todo ese cúmulo
de sinsabores de quienes nos precedieron.
Cuando visitamos lugares como estos,
de los que todavía quedan muchos, hemos de honrar la memoria de aquellos que
labraron y mimaron las tierras; construyeron pajeros, goros, chamizos, eras,
hornos; excavaron cuevas, pozos, aljibes;
modelaron piedras, troncos de tea, atarjeas, puertas y ventanas a golpes de
hazuela.
Sabiduría, paciencia, adaptación, resiliencia. Valores que
seguro caminan por nuestra sangre sin que hayamos tenido que sacarlos a la luz,
pero indudablemente una herencia valiosa y conmovedora.
Texto y fotos, Virgi
Diciembre 2017