Hay gatos en Croacia, muchos gatos, y escribí hace un tiempo sobre ellos. Te los encuentras en las calles de Zagreb, en la iglesia imponente de Zadar o en los tejados de Dubrovnik. Pero los de Split tienen un grado superior, se hallan un par de escalones más arriba que el resto de sus congéneres.
Pasean por la ciudad con la altivez
señorial de pertenecer a la estirpe gloriosa que convivió con centuriones,
senadores, damas de alcurnia, diosas en pedestales. Y hasta es posible que
guarden entre su pelambrera algún recuerdo especial del propio Diocleciano,
emperador que se empeñó en construir una residencia como si fuera una ciudad y
ahora es un lugar apasionante. Caminas por las calles sorteando columnas, arcos,
bóvedas y te sientas un rato en el foro, antes o después de visitar el templo
de Júpiter. Sin mucho esfuerzo, consigues un apartamento frente a los
ventanales del palacio y en la misma puerta pisas sobre losas aún perfectas, colocadas
casi dos milenios atrás.
Los gatos de Split duermen sobre la magnificencia del mármol, ya sea bajo los capiteles corintios, en cualquier banco o en medio del peristilo, indiferentes a turistas, fotos, historias, guerras y diversos avatares que no han estropeado la espectacularidad del lugar.
El emperador Diocleciano (al que recordamos por la sangrienta persecución que ordenó realizar sobre los cristianos, alrededor del 303 d.C.) quiso levantar un lugar de descanso para su retiro y, como poderoso que era, construyó un palacete fortificado con zonas de uso personal y otras para la guarnición militar que lo acompañaba. Con todo el lujo y las comodidades que imaginamos se podía permitir alguien que controlaba media Europa, gran parte de Asia y el norte de África, la edificación quedaba a orillas de la costa dálmata, partida a la mitad por el “decumanus”, vía que comunicaba dos de las más importantes puertas de entrada o salida de la ciudad.
Sustentado sobre unas bóvedas de
cañón que solo la experta ingeniería romana pudo realizar (como todo lo que
hicieron en cualquier parte de sus territorios), el palacio asombra todavía más
cuando se visitan estas inmensas cavidades inferiores. Y es aquí donde reinan
los gatos de Split.
Deambulan a su aire, nos miran con suficiencia,
trepan a los muros o se esconden orgullosos detrás de cualquier pedrusco. Los
gatos de Split guardan en su piel salvaje caricias de niños jugadores de tabas,
mujeres con túnicas hasta los pies, soldados recién llegados de los confines
imperiales, esclavos envidiosos de la libertad gatuna, sacerdotes distraídos y
es posible que hasta algún cariño del propio Diocleciano, quien no sería raro
que tuviera cerca algún felino que le recordara la fiereza indispensable de su
cargo.
Split refulge al borde del mar, con la luz mediterránea bañando las piedras del palacio, un óculo por donde entra el cielo, los torreones, las losas milenarias, la esfinge granítica traída de Egipto y el agua que viene de lejos gracias a un acueducto de esos que a los romanos no les costaba nada construir.
Los gatos de Split transitan entre las
sombras de la historia y bajo el azul
luminoso, con la prestancia de saberse herederos de un imperio. Debe ser esa la
razón de que nos ignoren, habitantes silenciosos en un lugar del que conocen
más de lo que creemos.