Unas casitas pegadas a otras, en
perpendicular, en paralelo, a un lado, otras más alejadas. En conjunto, me
hicieron pensar en las arquitecturas de mi infancia, aquellos bloques de madera
con huecos simulados de colores, techos rojos y formas parecidas, excepto los
puentes y algunos adornos. Pero aquí la madera solo existía en los ventanillos,
las puertas y en las vigas que sostenían los tejados. Nos sorprendió el caserío
por sus viviendas de piedra vista, mirando al sur soleado, humildes en una
hondonada, casi un pequeño valle antes de entrar en la carretera zigzagueante
que lleva al grandioso Valle Gran Rey.
Tan característico es el centro
antiguo de Arure que se llamó “Las Casitas” durante mucho tiempo. Y no es de
extrañar, pues es el primer concepto que le surge al visitante cuando se
enfrenta al acogedor conjunto que bien podría ser de una familia muy numerosa, arracimados
sus miembros entre muros, tejados, poyetes, callejoncitos, algún lavadero y un horno.
Fue Arure la capital del municipio durante una larga temporada, antes de que pasara a Valle Gran Rey. En los momentos posteriores a la conquista, con sus huertas feraces y agua en numerosos manantiales, era un lugar deseable, de buen clima, con agricultura y ganadería caprina. Animales saltarines que todavía hoy nos asaltan en un recodo del camino, empericosados en el risco mientras miran con una mezcla de temor e indiferencia, dispuestos a escoletarse en un abrir y cerrar de ojos.
Por encima de Las Casitas, el
pequeño embalse de Casanova suplía en épocas calurosas la escasez de lluvia y
aún hoy luce su pátina verde entre las vertientes de un barranquillo, mientras
al otro lado del caserío, la iglesia de Nuestra Señora de la Salud (con
orígenes a mediados del s. XVI y reformada dos siglos después) espera por las
fiestas de julio para pasear El Ramo, una tradición muy curiosa que a rajatabla
mantienen los vecinos.
Cada año una familia diferente
es la encargada de confeccionarlo, esmerándose en la colocación de frutas,
verduras y flores, símbolos del agradecimiento a la generosidad de la tierra.
Se pasea luego por el pueblo, acompañado entre el sonido de tambores y
chácaras, dos instrumentos imprescindibles en el folklore gomero y de orígenes
muy antiguos.
Algo más lejos, el Mirador del Santo se asoma al espléndido paraje de Taguluche, adornado con farallones y lujuriosos palmerales, barranqueras, taparuchas. Desde el mirador sale un sendero por el que se llega al pueblo, e incluso, más abajo, a tocar el mar en la playa de Guariñén y su insólito pescante, que como un acueducto se levanta en la orilla, desafiante frente a las olas. Se cree que fue este lugar uno de los que dieron acceso –no sin dificultad- a los primeros europeos, en los albores del s.XV.
En una de las casitas de juguete conocimos a una anciana dulce como la miel de palma. Sentada a la puerta, nos habló durante un largo rato, como si fuéramos de su sangre y viviéramos a un paso, con la naturalidad de la gente sana que, sin prejuicios, entabla una conversación con extraños.Arure para nosotros ya siempre
está enlazado con ella y con “Las Casitas”, un modelo arquitectónico sin
alharacas ni brillos, pura sabiduría antigua de la que tan poco aprendemos.
Texto y fotos, Virginia