En las huertas de mi niñez había
variados árboles frutales y yo me engarapitaba a ellos con la ilusión de estar
en una pequeña selva, escondida entre la hojarasca verde y olorosa. El tupido
moral, de cuerpo poderoso, los nispereros, las higueras pródigas, el ciruelero de
frutos rojos y el de solecitos amarillos, el guayabero, el duraznero grácil que
nos permitía alcanzar todas las ramas.
Sin embargo, al peral sanjuanero
y al de las peras trigueras no era menester treparlos, las frutas colgaban
dadivosas al alcance de mi cuerpo infantil. Teníamos que cruzar el barranco
para llegar al terreno donde una vez hubo viñas, higueras, alcachofas, tuneras
bordeando el barranco, un pozo a la vera del camino y un lindero con laureles,
zarzas y marañuelas. Ahí estaban los perales, esbeltos, de tronco rugoso y
hojitas danzarinas, entre surcos de papas, millo y coles.
Solo tenía que alzarme un poco y las peras se desprendían como si estuvieran esperando por una mano acogedora, para cumplir el cometido de deleitarnos un verano más. Ahora que un amigo me ha enviado la imagen con uno de esos árboles cubierto de líquenes, sin hojas, de un siglo largo y cerca ya de su fin, pero aún elegante y firme, recuerdo el gusto jugoso y algo áspero, algunas veces con trocitos bichados o mordidos por lagartos y pájaros. Las pepitas negras aparecían como lágrimas, escondidas en el corazón de un modesto manjar cuyo sabor no he vuelto a probar, ni aunque me esforzara en repetir ahora el ritual de extender mis brazos hacia las ramas cargadas, tomar suavemente alguno de sus dones y sentarme luego a la sombra, sobre la tierra de la que soy parte. Aquel sabor de antaño, tan lejano y sin embargo a flor de piel, me brota al ver este ejemplar soberbio, cargado ya no de frutas, sino de las historias que durante años contempló a su alrededor.
Gracias, Félix, por este
majestuoso peral de Las Fuentes.
Texto, Virginia