Conocimos este enclave gracias a una amiga alemana que nos llevó en plan sorpresa. Y en verdad resultó un regalo pisar sus calles, bordeadas de edificaciones medievales, góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas. Hace frontera con Polonia, hasta el punto de que dando veinte pasos en el puente sobre el río Neisse, estamos en la ciudad polaca de Zgorzelec. Ambas constituyen un ejemplo de hermanamiento, se consideran como una sola ciudad (salvando los naturales impedimentos de ser parte de dos naciones) y organizan actos y fiestas conjuntamente.
Görlitz es realmente magnífica, un enclave donde un hálito de épocas pretéritas se pasea por plazas, mansiones, torres e iglesias, sin un elemento que disturbe el ambiente. En los siglos XV y XVI, era un significativo cruce de caminos, confluían la Via Regia -que venía de Compostela- y el trayecto desde Alemania hacia el sur de Europa. Este hecho marcó la ciudad, haciéndola muy próspera, atiborrada de comerciantes y tejedores de lino que fabricaron espléndidas mansiones en el centro que ahora se contempla.
Resulta apasionante
la conservación de la ciudad habiendo pasado casi sin daños las dos guerras
mundiales, con lo que en la actualidad se cuentan unos 4.000 inmuebles
perfectamente preservados. Tal es así, que ha sido usada como plató para
películas como El Lector o Gran Hotel Budapest, pues su estado no precisa de
ningún aditamento. Lo único que da cierta tristeza es que tiene pocos
habitantes, muchos edificios están vacíos y se observa una falta de vida que
ojalá no la lleve al abandono y pueda mantenerse tan en forma como la
conocimos.
Celebré en Görlitz
mi cumpleaños, en un restaurante reservado por nuestra amiga, al calor de una
chimenea que propiciaba un ambiente familiar, muy distinto al del frío exterior
de finales de diciembre, pocos grados sobre cero. Estábamos en un edificio del
centro histórico, una de esos que por hermosura y antigüedad saldrán en alguna
película, cerca de una plaza con arcos, y en lo alto, saetas doradas señalando
las nubes grises de invierno. Acabada la visita, cogimos nuevamente el tren de
vuelta, con tiempo suficiente para observar los detalles de la estación, una de
las primeras de Alemania, construida en 1847, de vestíbulo primoroso y absoluta
pulcritud.
Hicimos ya tarde el
viaje y en las ventanillas veíamos reflejados retazos de la ciudad, sus
fachadas exquisitas iluminaban la noche. Leones dorados, escudos de armas,
columnas y torreones, fuentes medievales y calles adoquinadas persistían en
acompañarnos. Y tanto se esforzaron que, a pesar del tiempo, siguen con
nosotros.
Texto y fotos, Virginia