Medio incrustada
en la tosca negra se halla la casa de Tacalcuse. Al soco del viento y con la
visera volcánica que también la protege de la lluvia, contempla como el
majestuoso barranco serpentea con su lecho de arena entre laderas montañosas.
Tacalcuse es un nombre que suena a gomeros de antaño, una gente capaz de vivir
en sitios alejados y agrestes como si fueran verodes, palmeras o trozos de
basalto. En Tacalcuse
hay un horno de doble boca, bebederos labrados en piedra molinera, un patio
soleado donde colocar cacharros viejos con geranios, matos de sombra o
hierbahuerto. El arcón escondido espera que alguien guarde en él,
monedas, ternos de fiesta, una sábana con embozo bordado. En la casa de
Tacalcuse dan ganas de sentarse a la mesa y tomarse un potaje de berros con
gofio, mientras los verdinos nos miran atentos entre los cantos rojizos. Las
tejas que ya no cubren el techo siembran de ocre el piso y entre ellas hay
maderas, trozos de lonas, una cuchara ferrujienta, la botella del último
vinagre macho, un cabo de vela ennegrecido. Enfrente,
lejano, el mar del sur lame la costa, tal vez quiera dejar alguna ola en la
casa de Tacalcuse, allí donde gente valerosa vivió una vez, para asombro de
los que pasamos a su vera. Texto y fotos, Virginia Gracias a Mariquilla Chinea, que me habló de este lugar.
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