La casa y el pasil. El pasil y
la casa. Allá arriba, en la morra, enteros todavía, con la sobriedad propia de
sus habitantes, campesinos estoicos entre pinos y barrancos.
¿Cuánta gente, cuántas manos,
cuántas higueras cerca y lejos? ¿Cuántas idas y venidas para cubrir el piso de
higos, apretuñados como centuriones romanos bajo el sol? ¿Cuántas horas, cuánta
dedicación hasta que el fruto se convierte en un manjar dulce y sustancioso?
Desde la casa se ve el mar, los
pequeños volcanes de cráteres sensuales, las huertas y los cientos de muros de
tosca. Detrás, el pinar zanquiado en las faldas del circo de Las Cañadas.
Pasajirón, Montaña Guajara, El Sombrero, vigías de lava y fuego bordeando la
cumbre.
Todo eso me rodea cuando me tiendo en el pasil sobre el amasijo perfecto de piedras, cal y barro. Una hormiga sube por mi brazo, descendiente de las que mordisquearon los higos de antaño. Quizás sea yo también descendiente de quienes cultivaron estos campos, hicieron pan en el horno y elaboraron tejas con prácticas ancestrales. Los que construyeron la era en el veril del barranco, al borde de la brisa entretanto florecía la primavera.
¿Será eso lo que me conmueve de estos lugares? ¿Será que mi piel reconoce la cal, el almagre, la tosca, la tez erizada de la madera gastada? No podré saberlo, no. Pero me lo seguiré preguntando cuando encuentre una casa, un pasil, un horno, una era, una puerta desvencijada, tejas rotas sobre un patio empedrado.
Texto y fotos, Virginia