Algo intenso y vibrante, una embriaguez primaveral, un tiempo pocas veces vivido de forma tan arrolladora, con la percepción de ser parte de los colores, las flores, los bichos, la tierra.
Entre una nube
amarilla de pequeños soles, inflorescencias esféricas donde libaban mariposas,
hormigas, abejas, el sendero era un tránsito sin igual. Aunque había abundantes
magarzas de florecillas blancas, matorriscos airosos y azulados, algunas jaras,
maravillas, vinagrerillas granates, relinchones y tabaibas robustas, quien
reinaba luminosa era la cañaheja. De porte elegante, se mecía con la brisa en
un baile sutil, de oro y verde. Quiso que nuestro paso se acompasara al suyo y
así fue, un recorrido de ensueño, un privilegio, un regalo solo por echarnos al
camino.
Sin atenuantes, inmersos en la primavera, con la luz
generosa de la naturaleza que vuelve y vuelve, por más que la perturbemos.