sábado, 21 de noviembre de 2020

Las Fuentes (Guía de Isora)

 

La primera vez que visité Las Fuentes fue a mediados de los noventa. Salimos de Vera de Erques, pasando por la evocadora casa de Montiel con lavaderos, aljibe, horno y una era cariñosa bajo la ventana que mira al poniente. Atravesamos luego tierras baldías hasta llegar al barranco de Cuéscaro, y en nada, al de Los Morales, sombrío y de abundante vegetación, incluso creo recordar un cedro cuyas ramas nos acariciaron al pasar. Algo más tarde se abandona el cauce para ir subiendo sin que se vislumbre nada de lo que nos espera.



He ido luego varias veces, tanto por este camino, como por Acojeja, así como por la pista que sale de Tejina, y siempre me sorprende este lugar. Dormido, casi intacto, se nos ofrece primero llano, como un natero o una vega bien organizada, con senderos estrechos y muros marcando huertas y gochos donde hace un par de siglos se plantaba y se recogía en abundancia, tanto, que fue reconocido como el granero o la despensa de Isora. Alguna casa grande de varias estancias se encuentra al llegar, cerca del camino principal que va dejando lo llano y asciende hasta Boca de Tauce, tan tranquilo él sin saber que el Teide lo espera. Una llave al paso y su tanquillita para que el líquido no se desperdicie, igual que los chorros donde la gente de antes acudía a recogerla, como el de la Cimbre, en mi infancia del norte.





Precisamente el nombre de Las Fuentes se debe a los numerosos manantiales que salpicaban la zona, aportando suficiente agua para sus habitantes, así como para otros barrios de Guía. Esa excelencia natural propició la agricultura y la ganadería, con huertas y considerables rebaños de cabras. Familias numerosas que vivían de las bondades de la tierra, aunque con los sacrificios propios de los tiempos, crecieron entre los muros que ahora contemplamos, recios, firmes, tanto unas como otros.


El camino sube sobre una osamenta de roca, una columna vertebral que sustenta otras casas más modestas, pero sólidas, de  los fuenteros que prefirieron levantarlas en sitios que no ocuparan tierras de sembrar. De piedra seca, con patios y geranios abandonados que crecen entre pencas y algún almendrero. Las puertas miran a esos patios donde una vez creció la vida y había chiquillos y perros, ancianos en los muretes al sol de la tarde, quizás unos calderos secándose, unas flores en cacharros viejos, una cruz en un hueco de tosca o marcada sobre el dintel.


Por otras veredas se encuentra una charca, alguna otra era, paredes ocres acompañadas de vides retorcidas, hornos de pan y de tejas, un peral orgulloso de su edad y ramaje, higueras, moreras, durazneros. La Montaña de Tejina es una madre sensual que vigila el caserío, guardando en la piel volcánica historias de guanches y veleros en lontananza, cuando Las Fuentes no era aún despensa organizada pero sí lugar habitado en cuevas y riscos, de lo que quedan rastros que solo conocen unos pocos. La montaña es un hito en esa zona, un referente coronado por la ermita de San José, a la que por cierto, nunca he subido por más que lo he planeado. Creo que el santo solo tiene que alongar un fisco su cara barbuda para ver los tejados, las veredas, las huertas de jable, los barrancos profundos, las cuevas frescas que guardan el vino y la fruta veraniega.


En el horizonte, La Gomera, tan cerca, nos guiña un ojo de verde laurisilva, consciente de que pocos lugares son tan hermosos como éste de Las Fuentes.


Texto y fotos, Virginia