A la salida del cine, cuando ya
solo me quedaba medio duro, aún podía hacer algunos malabarismos. Unas
melcorchas, un chicle Bazooka, quizás unas regalías en el carrito de Pancho o
en el de Nélida y para acabar, un colorín en el estanco Morales.
Los carritos eran pequeños pero
contenían golosinas atractivas, también chochos, caramelos, cigarrillos,
pastillas de menta. Dos ruedas, unas asas para transportarlo, un tejadillo
minúsculo y dos cristales que se abrían a un abanico de formas, colores y azúcares.
El momento de los colorines también tenía su emoción, debía rebuscar entre varios pues el presupuesto no daba para todos lo que hubiera querido. Carmen Rosa, la empleada cariñosa que nos conocía de siempre, me entregaba un montón para que escogiera mis preferidos. Como me encantaban las Vidas Ilustres y Vidas de Santos, se me iba la vista a Edison, Demóstenes, Santa Cecilia, Santa Rosa de Lima o San Vicente de Paúl. Otras veces eran Pulgarcito, Mortadelo, El Jabato o El Capitán Trueno. Esos colorines, más los cuentos y libros que nos regalaban en casa, fomentaron grandemente mi afición posterior a la lectura.
Con un colorín bajo el brazo y
masticando un Bazooka de pompas inmensas que había que ir amorosando con sabiduría
entre labios, lengua y dientes, hasta sacar un globo que nos cubría media cara,
dábamos varias vueltas a la plaza, un entretenimiento dominguero que hacíamos
como quien va a las carreras de Ascot.
¡Ah, y aquellos Bazooka,
envueltos en papelillos con chistes que coleccionábamos e intercambiábamos con
los amigos! Y digo amigos, porque de pequeña casi todos los vecinos eran niños,
así que jugaba a ratos con ellos a gongo, la pelota, la guerra o la patineta.
Al cine, no, al cine iba sola y
a veces con mi hermano cuando ya él creció algo más. Y a buscar colorines
también iba sola, a enfrascarme en las imágenes que aunque ya no se movían como
en la pantalla, me hacían crecer, aprender y deleitarme con la ilusión y la
ingenuidad que nos adorna la infancia, ese tiempo al que siempre se regresa,
como bien sabemos. Y mientras el domingo de cine y colorines daba paso al
lunes, el chicle se guardaba en un vaso con agua para aprovecharlo al día
siguiente, un recurso infalible para estirar tanto sus pompas como la sensación
de que podíamos alargar igualmente el dinero que nos había costado.
El cine y los colorines se
incrustaron en aquellas tardes domingueras y salen a la luz sin invitarlos.
Vuelan en mis recuerdos como mariposas,
luciérnagas, saltamontes y mariquitas, portando cientos de imágenes mágicas
que, a su antojo, van y vienen conmigo sorprendiendo a la niña que ya no soy.
Texto y fotos, Virginia (excepto la de la Plaza de La Estación, sacada de la red)