martes, 10 de noviembre de 2020

Cine y Colorines (I)

 


Con ocho o nueve años ya iba sola al cine. Los domingos por la tardes subía desde Santa Catalina hasta La Estación, bien dispuesta, con una rebequita por si hacía frío y un duro en el monedero.

-       _Una entrada, don Máximo. Y el taquillero, reconocido maestro, pintor, diseñador de la alfombra principal del Corpus, ilustrador de libros de texto y sobre todo, un alma generosa que se ocupó de que los sordomudos de los contornos aprendieran a leer y escribir, me entregaba la entrada con su sonrisa de hombre apuesto, educado y paciente.

El local era inmenso a mis ojos infantiles. Las butacas de madera, que me parecían centenares, se estremecían al bajar el asiento, y el foco de luz era un cono luminoso que daban ganas de agarrarlo y recorrer su luz de punta a cabo, para flotar entre nubes de humo, alguna mosca y bichitos minúsculos.

Allí salía el inefable Cantinflas, las praderas americanas de indios, bisontes, forajidos y sherifs, las lianas de Tarzán, Simbad atravesando los mares, los dramas españoles, Marisol y un rayo de luz.

Ir al cine los domingos por la tarde era un gozo. Con su ritual de risas, gamberros que molestaban al acomodador, frases del público a favor o en contra de la trama, el ruido de la lluvia sobre el tejado, allá arriba tan lejos, tanto, el descanso ineludible para cambiar la bobina y los ronquidos de algún borrachín que se quedaba dormido en un intre.

El Cine Capitol ostentaba un lujo importante. Dos escalinatas amplias con pasamanos de madera pulida, unos cortinajes rojizos que cerraban al empezar la cinta y otros oscuros a los lados del escenario. El NO-DO antes de la película era obligatorio, un medio más del franquismo para mentalizarnos de sus méritos. Desfiles, presas gigantescas, inauguraciones, procesiones importantes, grandes del fútbol y los toros.

Los tráilers nos insuflaban las ganas de empatar un domingo con otro, solo por las dos horas de magia. Cuando empezamos a asistir  a Catecismo en la iglesia de Santa Catalina, por fortuna nos dejaban salir un poco antes para llegar con tiempo a ese disfrute semanal. Las películas tenían una numeración, si eran del 2, para todos los públicos, y con un 3, solo para mayores. Cuando se pasaban de rosca, a juicio de los censores de la época, llegaban al 3R, mayores con Reparo. Reparo al que no sé si los porteros  le ponían mucho interés, pues una vez pude ver Una gata sobre el tejado de zinc, que era casi del 4, calificación imposible de comprender para la niña que fui. Incomprensión por la numeración e incomprensión por la trama de esa y otras películas No Aptas para menores que ponían a las 4 como si fueran de Popeye.

El cine, ¡ah, el cine! con su poder evocador nos lleva y nos trae como barquillas entre las olas, solo pendientes de que el final sea feliz, los enamorados se encuentren, a los indios no los maten y capturen a los malos.

Cosas todas que no siempre suceden en la vida real.

 


 Texto y fotos, Virginia