Con ocho o nueve años ya iba
sola al cine. Los domingos por la tardes subía desde Santa Catalina hasta La
Estación, bien dispuesta, con una rebequita por si hacía frío y un duro en el
monedero.
- _Una entrada, don Máximo. Y el taquillero,
reconocido maestro, pintor, diseñador de la alfombra principal del Corpus,
ilustrador de libros de texto y sobre todo, un alma generosa que se ocupó de
que los sordomudos de los contornos aprendieran a leer y escribir, me entregaba
la entrada con su sonrisa de hombre apuesto, educado y paciente.
El local era inmenso a mis ojos infantiles. Las butacas de madera, que me parecían centenares, se estremecían al bajar el asiento, y el foco de luz era un cono luminoso que daban ganas de agarrarlo y recorrer su luz de punta a cabo, para flotar entre nubes de humo, alguna mosca y bichitos minúsculos.
Allí salía el inefable
Cantinflas, las praderas americanas de indios, bisontes, forajidos y sherifs,
las lianas de Tarzán, Simbad atravesando los mares, los dramas españoles,
Marisol y un rayo de luz.
Ir al cine los domingos por la
tarde era un gozo. Con su ritual de risas, gamberros que molestaban al
acomodador, frases del público a favor o en contra de la trama, el ruido de la
lluvia sobre el tejado, allá arriba tan lejos, tanto, el descanso ineludible
para cambiar la bobina y los ronquidos de algún borrachín que se quedaba
dormido en un intre.
El Cine Capitol ostentaba un
lujo importante. Dos escalinatas amplias con pasamanos de madera pulida, unos
cortinajes rojizos que cerraban al empezar la cinta y otros oscuros a los lados
del escenario. El NO-DO antes de la película era obligatorio, un medio más del
franquismo para mentalizarnos de sus méritos. Desfiles, presas gigantescas,
inauguraciones, procesiones importantes, grandes del fútbol y los toros.
Los tráilers nos insuflaban las
ganas de empatar un domingo con otro, solo por las dos horas de magia. Cuando empezamos
a asistir a Catecismo en la iglesia de
Santa Catalina, por fortuna nos dejaban salir un poco antes para llegar con
tiempo a ese disfrute semanal. Las películas tenían una numeración, si eran del
2, para todos los públicos, y con un 3, solo para mayores. Cuando se pasaban de
rosca, a juicio de los censores de la época, llegaban al 3R, mayores con
Reparo. Reparo al que no sé si los porteros
le ponían mucho interés, pues una vez pude ver Una gata sobre el tejado
de zinc, que era casi del 4, calificación imposible de comprender para la niña
que fui. Incomprensión por la numeración e incomprensión por la trama de esa y
otras películas No Aptas para menores que ponían a las 4 como si fueran de
Popeye.
El cine, ¡ah, el cine! con su
poder evocador nos lleva y nos trae como barquillas entre las olas, solo
pendientes de que el final sea feliz, los enamorados se encuentren, a los
indios no los maten y capturen a los malos.
Cosas todas que no siempre
suceden en la vida real.