Las encontré en uno de esos
palacetes grandiosos de la India. Sonrientes en sus trajes de fuego, me dieron
permiso para hacerles una foto. Soltaron luego una carcajada sonora, como un
paréntesis ligero de diversión e incredulidad. La risa resonó en el patio y en
ese momento era imposible pensar que el mundo se podría ir al carajo más pronto
que tarde.
Barrían con elegancia innata un
patio de los innumerables que tienen las residencias palaciegas, y según
avanzaban, recogían aquí un pico del vestido, más adelante otro trozo que
tocaba el suelo o una esquina dorada de sus telas fulgurantes.
Los abalorios les daban una
prestancia inusitada y admiré la compostura con que ejecutaban una labor tan
sencilla y seguramente fundamental para ellas y sus familias.
Sentadas en un reborde del muro,
con las escobas a los lados, las dos mujeres le concedían una pátina tierna y
auténtica a las estancias reales. El brillo de sus miradas aún conmueve a la
turista que fui, la que pasó y se detuvo un instante, entre el cascabeleo de
sus risas.
Texto y foto, Virginia