No supieron si se le había virado
el buche o tenía mal de ojo, lo cierto y seguro es que iba amochado, algo
enteco y con el jocico tan empurrado, que era penoso de ver. Las golifionas de
siempre se las echaban de saber con seguranza acerca de su dolencia: o se había
estrompado subiendo al balcón de la pretendienta o le habían dado un buen
jaquimazo por currillo.
Empenado iba, y de lo enralado
que era pa’ todo, no le quedaba ni un fisco. Se encochinaba pronto, no comía
sino un enyesque apenas, y en el catre, daba más vueltas que un trompo.