Como un vigía, solitaria en lo
alto de la morra, más cerca del volcán que del mar, la casa de Lomo Corto
contempla desde su ventana descoyuntada los caseríos de Las Fuentes, Acojeja y
El Jaral, la Montaña de Tejina, los barrancos de Honduras y El Pozo.
El camino que nos lleva hasta
ella, y que ya una vez recorrí, va ribeteado en gran parte por lajas enormes,
plantadas con firmeza por gentes que ya no existen. Gentes que las cargaron de
algún lugar cercano como quien se echa al hombro un saco de fajina o una sereta
con huevos. Suenan juveniles al golpearlas, sin cansancio por estar al sol, al
viento y a la lluvia desde largo tiempo, tostadas unas, grises otras,
enrajonadas con lajitas más chicas, acompañándose entre ellas, sin añoranza del
que pasa y ni las mira, o de quien quizás las acaricia sabiendo de su valor.
Los teniques que marcan el
sendero a Lomo Corto se enorgullecen de la casa lejana, con sus pisos de tea y
sus paredes sorroballadas. De los corrales que tuvo, con cabras, ovejas y algún
cochino. De la era que refulge bajo el cielo, entre un horno de tejas por
encima y otro de pan o higos más abajo. Del dornajo sacado de un pino
majestuoso, cortado y desbastado en días antiguos por aquellas gentes que ya no existen.
Gentes que nos dejaron escalones
labrados toscamente, tejas de tonos amorosos, patiecillos ventosos con vistas
al horizonte y a islas embrumadas y misteriosas. Goros, muros de tosca, puertas
recias, alpendes protectores.
Y caminos como el que nos
conduce a Lomo Corto, un lugar de desolada hermosura, allá arriba, en una chapa
remota.