Casi era verano y las ciruelas
lucían lustrosas y redondas. Amarillas como soles pequeños, bombillas con hojas,
o globos que colgaran de una fiesta arbórea, su dulzor se adivinaba de lejos.
Tenía el árbol un tronco grueso, de corteza áspera que caminaba torcida de la
raíz a las ramas. Entre los minúsculos tajos que la recorrían circulaban
hormigas y escarabajos, que parecían enfadarse cuando ascendíamos por ella
hasta las ramas cuajadas de frutos.
Escalar el tronco rudo y
aposentarme en la copa, escogiendo un fruto aquí y otro más alejado, algunos
picoteados ya por pajarillos avispados, fue una de los placeres en mi edad novísima,
igual que subir al peral sanjuanero, al moral o al nisperero.
El ciruelo, que había sido
plantado por mi abuelo mucho antes de yo nacer, nunca creció demasiado, pero debía
tener un corazón generoso, pues el tamaño era ideal para coger lo que cada año
nos regalaba. Con el paso del tiempo, poco a poco se fue secando, hasta morir,
sin hojas ni flores, pero de pie, una muerte muy digna después de habernos
ofrecido un delicioso líquido, el que chorreaba por los labios de mi infancia y
al que vuelvo cada vez que me tropiezo con esos solecitos dulces en cualquier
esquina de mis días.