Dejé el tren en una estación que no
recuerdo. Era lejos, sí, y hacía calor. Un calor siciliano de mediodía
ardiente. Para llegar a la colina, tuve que caminar al borde de una estrecha
carretera con matorrales que se bamboleaban levemente entre la brisa tenue y el
peso de los caracolillos pegados a sus troncos. De esos caracolillos guardo en
un joyero tres o cuatro caparazones, testigos mudos de mi ansia por llegar al
templo de Segesta.
Y allí estaba, abierto al cielo, un
rectángulo bordeado de columnas, inesperado edificio recorrido por lagartijas y
pajarillos que se posaban entre los intersticios del mármol. No había nadie y
el sonido del verano se mezclaba con un susurro lejano, como el cántico de un
troyano enamorado o el recitado de algún poeta entre los árboles cercanos.
Pasé mis manos por las rugosas columnas, sin estrías, sin fuste,
robustas; me embelesé un rato a su sombra, rodándome ligeramente según cambiaba
el sol. Soñé con el mar, en el horizonte azul y con alguien que me sonreía
desde el tímpano, quizá un élimo encargado de velar por su templo.
El reposo, roto solo por un aleteo
fugaz o el ris ras de las colas de los lagartos, me llevó lejos, más allá del
mar y de la historia, a un lugar donde la vida y el arte se confabulan para
hacernos sentir parte del universo. Medio dormida sobre los escalones, el
templo de Segesta entró en mi sangre y borbotea a ratos en ella, llamándome a
que fantasee nuevamente sobre sus piedras.
(Entre cajas y cajitas, aparecieron algunos
de esos caracolillos y recordé este texto de septiembre 2004)