Anclada en una extensa lomada de bancales, la
casa señorial de Contreras reina orgullosa sin que le importe la soledad
del entorno. Con alzado de dos plantas, buenas maderas, tejado a cuatro aguas,
anexos varios, huecos al horizonte atlántico y a las otrora bien
plantadas huertas, fue edificada a finales del s. XVIII. Su estampa soberbia
domina un paisaje verde y luminoso cuando las lluvias han sido generosas, o
marrón y gris si la seca veraniega se alarga en demasía.
Apetece apoyarse en el quicio de la puerta
principal para contemplar la vastedad de las terrazas y descansar en uno de los
asientos de riñón, imaginando que en el patio alguien carga un mulo con sacos
de paja o unos niños juegan entre las tabaibas y los verodes. Subir la escalera
recia y contundente hasta los restos del balcón, atisbando en la lejanía el
triángulo azul del Teide. Con poco esfuerzo hasta podríamos ver alguna mujer moliendo el cereal, mientras el
gofio se derrama por los bordes de la piedra redonda y plana.
En
la bodega, entre bidones, cajas y barricas, el polvo danza por los canalillos
de luz que entran por ventanillos y postigos, esos que ya nadie abre ni cierra.
El baúl de herrajes duerme a la sombra de las paredes encaladas, en algún
tiempo contuvo billetes traídos de Cuba o Montevideo, un reloj de leontina, una
frazada de paño, un vestido de bautismo con volantitos blancos.
La casa de Contreras, cerca del barranco del
mismo nombre, aguarda estoica a que la admires. Aunque tardes en llegar desde
cualquier punto que salgas -tan distante del mundo se encuentra- el esfuerzo
valdrá la pena, tanto, que llegarás a quererla, enternecida de su fuerza ante
la orfandad absoluta, rota sólo por los lagartos, el vuelo rasante de un
cernícalo, unos escarabajos ensimismados.
O
por el sonido de nuestras voces, impactadas con la hermosura de la casa de
Contreras, tan lejana, tan insólita, tan segura de sí y de la vida que creció
en derredor.
Texto y fotos, Virginia