Imposible que el Pino de la
Morra viera pasar bajo sus ramas a los guerreros guanches camino del Barranco
de Acentejo, donde se libraría la batalla de igual nombre, y que iba a ser la
única victoria de los aborígenes frente al Adelantado Fernández de Lugo y sus
soldados.
Quizás ese ejemplar majestuoso de tronco poderoso y múltiples ramas ni siquiera había nacido, pero quiero imaginar que era un árbol joven y ya aguerrido aquel día primaveral de 1494, deseoso de que su madera sirviera para lanzas o garrotes con los que defender el territorio bordeado de azul que divisaba desde su incipiente copa.
Con armas rudimentarias frente a espadas y dagas, y ayudados por el conocimiento que tenían del terreno, los guanches asestaron una derrota contundente al ejército español, hasta el punto de que Fernández de Lugo huyó monte arriba, con una capa prestada para que no lo reconocieran y sangrando por la pérdida de un diente. Herido en su orgullo de conquistador nato y sanguinario, habría de volver al poco, con suficientes refuerzos para asestar el golpe de gracia y someter a Bencomo, el Mencey de Taoro que le había hecho perder la batalla.
Si el Pino de la Morra aún no
había nacido para ver bajar a los guanches por el llamado Camino de los
Canarios, tampoco supo de la batalla, de las escaramuzas, del ganado robado que
volvió a los guanches gracias a sus silbos, de los banots como lanzas y los
tamarcos como escudos.
No, seguramente el Pino de la
Morra no pudo contemplar estos hechos, pero cuando me acerco a su tronco oigo
un susurro lejano de voces, gritos, lamentos. Lo que quedó en el aire de
aquella batalla se incrustó entre sus intersticios y allí sigue para quien
quiera oírlos.