El río Liffey fluye como un dublinés
más, entre puentes, pubs, gaviotas y macetas con flores. La ciudad tiene
puertas de colores, tiendas antiguas, gente en bicicleta, numerosos parques,
estudiantes que entran y salen de la Universidad y curiosos que entran y salen
de la espléndida biblioteca del Trinity College, donde se contempla el Libro de
Kells, un manuscrito del año 800 d.C.
Exquisita la muestra de delicados
tesoros de Asia y Oriente Medio, en la Galería Chester Beatty, un magnate
estadounidense dedicado a reunir a lo largo de su vida un cúmulo de variados
objetos -manuscritos, miniaturas, grabados antiguos- para formar una colección
muy a su gusto. A finales de los años cuarenta decidió vivir en Irlanda donando
lo que había recolectado, por lo que se le tiene en gran estima, hasta el punto
de organizarle a su muerte un funeral de estado, como ciudadano irlandés de
honor.
En la Galería Nacional, de placentero
itinerario, se nos muestran obras de maestros de la pintura. Un Velázquez de lo
más original, Vermeer y sus interiores luminosos, Turner, Goya, Monet, Berthe
Morisot, Lavinia Fontana, Picasso, Rembrandt, Caravaggio.
La ciudad se recorre fácilmente y en
más de una ocasión nos encontraremos con Molly Malone y su carro de pescado,
músicos, librerías con solera, incontables pubs con suficiente gancho como para
entrar en unos cuantos y bebernos una pinta acompañada de una ración de fish
and chips. No hemos de andar mucho para recordar a escritores como Williams
B.Yeats, Bernard Shaw, Elizabeth Bowen, Oscar Wilde, Edna O'Brien, Samuel Beckett o James
Joyce, ya que Dublín –y toda Irlanda- es cuna de artistas de todas las ramas,
que están representados en bustos, estatuas, placas, recordándonos el acervo
cultural que posee el país.
La cerveza corre casi como el Liffey,
y aunque Temple es la zona por
excelencia, podemos degustarla en cualquier esquina, siempre acompañados de
maderas, cojines, espejos y barras pulcrísimas, amén de bebedores del país y de
fuera, bien acodados en el mostrador o en las coquetas mesitas.
Pero no podremos dejar Dublín sin visitar la Huhg Lane Gallery, en la parte norte del río, para conmocionarnos con la reconstrucción fiel y abrumadora del estudio de Francis Bacon, un espacio que dejará marcado a quien lo vea. En el más absoluto desorden (“En el caos trabajo mejor”, dijo más de una vez), sin criterio aparente, conviven botes de pintura, trozos de papel, revistas, periódicos viejos, pinceles, lienzos rotos, libros, trapos,discos, cartas.
Una amalgama que bien podría ser el cuarto de un enfermo del síndrome de
Diógenes, si no fuera porque sabemos que fue el taller de un genio. Nacido en
Dublín en 1909, solo vivió aquí su primera infancia y el resto de su vida en
diferentes países, incluso en España, donde murió en 1992. El estudio fue
trasladado íntegramente desde Londres, lugar donde trabajó unos treinta años.
Es tal el volumen de objetos, que el traslado y montaje duró varios años, hasta
su apertura en 2001.
Dejamos Dublín con el impacto rotundo
de Francis Bacon, perturbadora experiencia que me enseñó a comprender un poco
más acerca de nuestras contradicciones, de las apariencias, de la profundidad
dolorosa en la que los seres humanos podemos existir y coexistir. Y aún más,
dentro de ese mundo torturado, la posibilidad de crear una obra fascinante,
visceral, formidable.