Bajo una lluvia torrencial, avanza
una multitud por Unter den Linden camino de Bebelplatz. Entre cánticos nazis e
iluminada por antorchas que ya presagian la hoguera, la marcha formada por una
mayoría de estudiantes bien aleccionados llega a la plaza, donde comienzan a
descargar libros recogidos previamente por furgones en numerosos puntos de los
contornos. Como las antorchas no son suficientes para iniciar el fuego, se
solicita la ayuda de los bomberos, para que rocíen con gasolina la montaña de
libros, entre los gritos de alborozo del gentío.
Ocurría esto el 10 de mayo de 1933.
Se quemaron alrededor de 25.000 textos de un centenar de autores, con la
consigna “Acción contra el espíritu antialemán”.
Mi primer viaje a Berlín fue setenta
años después y cuando llegué a esa plaza, un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Allí se había cometido un acto execrable, preludio de otros miles, mucho más
atroces y horrendos.
La plaza donde el fuego se alzó como
símbolo de la intransigencia más despiadada está rodeada de edificios clásicos:
la Ópera, la Universidad Humboldt y la Catedral Católica de Santa Eduvigis.
Todo respira quietud, pero sentimos que las paredes, los muros, los ventanales,
fueron testigos de una noche salvaje, absurda, incomprensible. En un lado de la
plaza hay un cristal cuadrado en el suelo y, al asomarnos, el hueco está
ocupado por cuatro estanterías vacías. Sobrecogedor. Un monumento del artista
israelí Micha Ullman, realizado en 1995, homenaje dramático a lo terrible de la
sinrazón.
Cerca, una placa de bronce nos trae
un pensamiento premonitorio de Heinrich Heine -lo escribió mucho antes de este
suceso-, escritor también censurado por el régimen nazi: “Ahí donde se queman
libros, se termina por quemar personas”. Tristemente, se hizo real.
Una ciudad a la que he regresado
otras veces, viva, plena de arte, modernidad y gentes diversas, con el bulevar
Unter den Linden, que hasta su nombre sugiere calma: “Bajo los tilos”.
Muy cerca, el río que rodea la Isla
de los Museos, otro sitio donde pasar horas y días contemplando de lo que ha
sido capaz la humanidad, aún cuando la crueldad haya ocupado mucho más tiempo y
espacio.
Berlín es un buen ejemplo y habría
que volver algún 10 de mayo, cuando los universitarios realizan un mercadillo
de libros en la plaza, para luego dejarnos seducir con la belleza que atesora,
recuperada en gran parte después de la guerra. Multitud de museos, galerías de
arte, clubs de jazz y todo tipo de actos culturales, la han convertido en una
de las ciudades más vivas del continente, sobreponiéndose a las terribles
cicatrices que la marcan en cada esquina.
Texto y fotos, Virginia