Llegamos a Dubrovnik muy temprano y las murallas nos recibieron
con su color nacarado, mudas las calles, vacía de turistas la Fuente de
Onofrio. Se levantaban las sombras sobre el suelo mojado y la paz dominaba el
pequeño enclave de Ragusa, su nombre antiguo.
Duró poco aquella impresión primera,
pues en lo que dejamos el equipaje en la habitación de un calle poco céntrica,
fueron creciendo los sonidos y las voces, y aumentando el colorido de la
ciudad. Todo procedía de la calle Stradun, la arteria que cruza de un extremo a
otro, desde la Puerta de Pile (parte occidental) a la Puerta de Plôce (parte
oriental), partiendo la urbe en dos pedazos bien diferenciados. Un recorrido
corto, pero embellecido por la fila de edificios -todos más o menos iguales-
que se levantaron después del terremoto que asoló la ciudad en 1667, gracias a
un diseño muy funcional que aún conserva: zona baja dedicada al comercio, pisos
siguientes como vivienda, y en el último nivel, la cocina, para evitar incendios.
Pujante desde el Renacimiento, poseía
Dubrovnik una flota tan competente como la de los vecinos genoveses o
venecianos, y su historia cuenta que, al basar la economía en el comercio
marítimo, existía la norma de que cada hombre tenía que plantar cien cipreses a
lo largo de su vida, como forma de asegurar la madera necesaria para la
construcción de naves. Se comprende entonces que en los tiempos de apogeo,
Ragusa tuviera una flota de más de doscientos barcos.
Con razón se ha llamado “La Perla del
Adriático”, no tiene un rincón a despreciar, los estrechos callejones de
peldaños recios, los palacetes de influencia veneciana, la Catedral de la
Asunción, los Monasterios y el Palacio del Rector, la gran Fuente a la entrada
y los sólidos baluartes, dan prueba de su magnificencia, un reducto en la orilla
del Adriático que deja una impresión indeleble.
Al recorrer la poderosa fortificación
que la rodea, se observa una conservación tan excelente, que
pareciera estamos en un plató hecho a propósito; pero no, es un efecto pasajero,
solo con bajar y pasar al Museo de Fotos de la Guerra, entramos en la realidad
de un lugar que, aparte de las vicisitudes normales de cualquier lugar antiguo
a lo largo de la historia, conserva la memoria de la Guerra de Yugolavia de
1991. Las imágenes dan fe de ese tiempo crudo, intenso y doloroso, también como
las numerosas marcas de proyectiles que se observan en los edificios, huellas
que no se han borrado como recuerdo de la ferocidad de los conflictos inútiles.
Sin embargo, la vida en Dubrovnik
sigue, luminosa y azul, burbuja de piedra junto al mar de tantas historias,
festoneada de vencejos risueños y tejado rojos.