En el recorrido que de Burgos a León hice hace un
par de semanas, pasé por pueblos con mucho encanto. Será por la diferencia con
la isla, será porque el caminar nos lleva a fijarnos en cosas que de otra forma
quizás no valoraríamos, lo cierto es que los pequeños lugares donde pernocté o
simplemente crucé su calle principal, me dejaron una huella de luminoso sosiego.
Hontanas, Hornillos del Camino, Tardajos,
Terradillo, Calzadilla de la Cueza, Boadilla, Moratinos, Rabé de las Calzadas,
El Burgo Ranero, Bercianos, Mansilla de las Mulas. Pueblos castellanos, de
horizontes infinitos, rodeados por trigales, viviendas medio abandonadas y
colores ocres como la tierra donde se asientan.
Uno de los atractivos que acabó
embelesándome fue el trabajo de adobes y tapiales en muchas casas de la zona,
especialmente en la comarca de Tierra de Campos. Deslizar la mano por la
superficie arcillosa que cubre las paredes y encontrar un canto rodado, unos
pedacitos de paja, una madera incrustada, fue un placer al que me dediqué en
tardes calurosas y solitarias, entretanto las golondrinas simulaban estrellarse
contra los tejados.
Uno de esos ratos tuve la fortuna de charlar con varias vecinas que me explicaron cómo se elaboraban los muros, de dónde
provenía el material, cuidados necesarios, costumbres, ventajas e inconvenientes.
Fueron un par de horas al pie de la iglesia conversando y aprendiendo de usos
casi perdidos, aunque, según leí más tarde, hace un tiempo se están recuperando
por sus innegables cualidades.
La tarde se me pasó en un suspiro
y ya solo me quedó pasear nuevamente por el lugar donde estaba (El Burgo Ranero, así llamado porque en
tiempos pasados sus habitantes proveían de ranas a una comunidad monástica de
las cercanías) y fijarme, con más ahínco aún, en todos los detalles posibles de
un tipo de construcción ancestral, tan afín a lo que le rodea, que parece
emerger del paisaje.
Barro y agua, nada más primario.
Y el ingenio humano para sacarle partido.