No, quien peregrina mira siempre
hacia adelante, con el sol detrás y viendo la sombra que le precede, pues va
hacia el Oeste, allá donde acaba el Camino y termina su misión. Nada le importa,
sino perseguir esa mancha oscura que avanza entre trigales, campos de cebada,
amapolas al borde del sendero y pajarillos que vuelan felices dando envidia por
su ligereza.
La peregrina oye pasos, quizás
voces, pero no vuelve la cabeza, si acaso la tuerce un poco cuando alguien le
adelanta, o con suerte, es ella quien camina más rápido. Puede que se acerque
una pareja de japoneses, con su andar liviano, una americana que salió de
Roncesvalles, un abuelo holandés o un italiano de pies quemados.
Oirá el rumor de las botas sobre
la gravilla, el de los bastones chocando con las piedras, el tintineo de la concha
golpeando la mochila. Pero no ha de mirar atrás, tanto da que los pasos suenen
a un par de metros, se camina con la seguridad de la compañía, la certeza serena
de que todos persiguen el mismo objetivo. Solo habrá un: “¡Buen Camino!” o como
mucho: “Hi, where are you from?”. Y después de mantener un pequeño diálogo,
cada cual sigue a su ritmo, con las botas llenas de tierra, la cantimplora
lista y la sonrisa dispuesta hasta el próximo encuentro.
Salgas de donde salgas, irás
siempre al frente, con la vista por encima de gentes, prados, pueblos y veredas
infinitas. El recelo no se conoce y nadie
se gira por ver quién se acerca, al fin y al cabo somos todos unos desconocidos
unidos por el polvo del mismo Camino.