Doña Mayor de
Castilla, esposa de Sancho III, rey de Navarra, tuvo la iniciativa de construir
la Iglesia de San Martín de Frómista y para ello, dispuso en su testamento (año
1066) que la titularidad de sus bienes pasara a esta iglesia -según algunos
historiadores ya comenzada a edificarse antes de su fallecimiento-, así como al monasterio
benedictino anexo, hoy perdido.
Su testamento refiere algunas peculiaridades de
la época respecto a dichos bienes, tales son: declarar a la iglesia como
titular de “medio prado y una serna en Villota”, “cesión de los caballos a
quienes se los tenía en préstamo”, o “reparto de sus vacas, ovejas y yeguas” a
varios centros eclesiásticos, como San Martín de Tours (de tal forma se llamaba
entonces) y otros de la comarca.
Terminada con
diligencia -visto el mandato y los capitales existentes-, la iglesia nos
ofrece, rondando ya los mil años, un trabajo modélico, un arquetipo clásico del
románico más puro, que va a influir en el desarrollo de este estilo en toda
Castilla. Cuando se entra en la plaza y se ve la edificación en medio, no
podemos por menos que entusiasmarnos. No hay premura por entrar, hay que rodearla
con calma, cosa sencilla no ya por su tamaño, sino por la quietud singular que
desprende, un equilibrio transmitido por quienes construyeron una obra con
precisa sabiduría.
Si nos
detenemos, podemos observar que debajo del alero va un cordón ajedrezado que se
apoya en varios capiteles y decenas de canecillos, tanto unos como otros de
heterogénea temática: leones, monos, personajes agachados, jinetes, motivos
geométricos, hojas, incluyendo alguna que otra escena erótica.
El interior,
siendo sobrio, es excepcional. Tres naves con bóvedas de cañón y sus
respectivos ábsides que, viéndolos por fuera, nos tienta acariciar sus piedras
casi milenarias, en tanto los vencejos vuelan sobre la iglesia, vivaces como
son ellos, y con certeza felices, sintiendo nuestra admiración. Los capiteles
interiores, unos cincuenta de altísima calidad decorativa, narran distintos
asuntos, tanto de la vida cotidiana, como de escenas religiosas. Dentro, la luz
es perfecta, no escasa como acontece en la mayoría de iglesias románicas,
permitiendo apreciar perfectamente las características de la construcción, que,
aunque fue exageradamente restaurada a finales de 1800, conserva la impronta
que la hace tan singular dentro del llamado “románico pleno”.
Dejando de lado
su perfil arquitectónico, San Martín de Frómista, exhala un misticismo que
atrapa, un sosiego del que impregnarnos entretanto vamos sorteando las columnas
ocres. Luego nos enteramos que Frómista fue en un tiempo ejemplo de armonía
entre judíos, árabes y cristianos, será eso uno de los motivos para que aún se
respire un hálito de placidez ajeno a la vida actual, una paz consistente y a
la vez sutil. Consistente como las sólidas torretas que flanquean la entrada
principal; sutil como el fulgor que entra por los escasos ventanales, conocedor
de que es el exacto para disfrutar de un lugar soberbio.
Texto y fotos, Virginia